por Javier Tolcachier*
Me han pedido un punto de vista sobre la abdicación del monarca de un
minúsculo estado teocrático. Estado que, por lo demás, sólo alberga en
su territorio a una casta clerical y a su correspondiente burocracia y
servidumbre.
Cuando alguien requiere mi punto de vista, sabe que la posición de la
cual pretende partir mi mirada es una postura humanista. Ahora me
pregunto: ¿Qué interés tendría para un humanista opinar sobre el cambio
de cúpula en una corriente tan profundamente antihumanista como la de la
iglesia católica?
¿Acaso éste o cualquier otro Benedicto hubiera dejado de perseguir,
difamar, condenar, torturar, excluir y finalmente incinerar a verdaderos
héroes del espíritu como Giordano Bruno y tantos otros? ¿Acaso éste o
cualquier otro Benedicto, Clemente, Pío, Bonifacio, Juan o Pablo
permitirían que se difundan, amplíen, discutan, profundicen, estudien y
afirmen doctrinas contrarias a la alucinada interpretación que hacen del
mundo, del hombre, de la creación, del sentido de la vida y de tantas
otras cuestiones en las que afirman sus terminantes veredictos?
¿Qué significación podría tener opinar sobre posibles cambios
cosméticos dirigenciales si es que es una visión del mundo la que,
afortunadamente y aunque no lo parezca, está retrocediendo
contundentemente? Baste para ello mirar lo que se muestra en la creación
de vida artificial, la manipulación genética, en los avances
indetenibles en la condición postergada de la mujer, en la
multiplicación de modos en los que los seres humanos se relacionan
afectivamente, en los nuevos derechos que se van consolidando, en la
pérdida de prebendas eclesiásticas, en la ampliación del conocimiento,
en la diversificación de modalidades espirituales y tantos otros
indicadores.
¿Quién podrá creer que una iglesia que aún pretende el dominio
universal de su creencia, que aún se encuentra en guerra milenaria con
otras confesiones que igualmente acuden a una única entidad en sus
plegarias, que aún disputa ferozmente espacios de preeminencia con
enemigos pertenecientes al credo cristiano, podría ser transformada
esencialmente por un personaje “renovador”?
¿Qué clase de renovación podría esperarse de la elección de un cuerpo
de ciento dieciocho gerontes (apenas tres de ellos tienen menos de
sesenta años), mayoritariamente eurocéntricos, sin ninguna legitimación
democrática y donde no tiene cabida ninguna persona de género femenino?
¿Qué podría llevarme a la ingenuidad de prestar importancia al fuego
mediático de una sucesión de fanáticos, que desde un comienzo de
imposición imperial no hicieron otra cosa que culpar al ser humano de un
pecado original del que solo ellos y su fe podían eximir? ¿Cómo olvidar
a los miles de mujeres que murieron tildadas de brujas a manos de
reprimidos y represivos maniáticos? ¿Cómo no pensar en la evangelización
forzada de millones de originarios en América y África y la
justificación al expolio que dicha fe prestó a la injustificable
violencia de siglos de imperialismo y opresión? ¿Cómo no gritar el
silencio en el que dicha iglesia se sumió cuando la locura nazi asesinó a
millones de seres humanos? ¿Cómo ocultar que en la aún muy reciente
historia latinoamericana, siempre había un prelado sentado a la mesa de
militares genocidas o dispuesto a absolverlo de todo crimen, si es que
ello detenía el avance de las ideas ateas en esta región? ¿Cómo no
comprobar que dicha iglesia siempre estuvo del lado opuesto al de las
ideas de cambio y siempre mantuvo máxima afinidad con quienes oprimían,
esclavizaban y pretendían retener el poder para sí?
Podríamos continuar detallando atrocidades, pero no es el estilo
preferido por un humanista, aunque en ocasiones tenga que mencionar – no
sin un gran desconsuelo – severos errores de nuestra tan querida
especie contra sí misma.
Si de renuncias se trata, proponemos a esa iglesia liberarse a sí
misma de ese rigor autoimpuesto que la lleva a creer que debe violentar
al otro para su salvación. Le proponemos autoexpiarse renunciando a
cometer nuevos pecados contra los demás, le proponemos salvarse
aceptando la libertad absoluta del Ser Humano para creer o no en dios y
en caso afirmativo, para considerar cuales son las características que
para ese dios prefiere o necesita. Le sugerimos autoevaluar su historia y
considerar la violencia que ha generado y que generará, si es que
continúa creyendo en que la dinámica histórica y social puede ser
momificada por textos antiguos y ni siquiera propios. Le aconsejamos
dejar sus peculados, sus inversiones, sus propiedades, sus amistades con
los círculos de poder y colaborar efectivamente con los pobres abriendo
sus propias arcas para beneficio de todos.
Pero más que a esa institución, acaso nos importa mucho más deslizar
alguna sugerencia a sus fieles, a aquellos que no tuvieron la
posibilidad de elegir su fe, sino que fueron bautizados sin
consentimiento y encorsetados en un monocromático mundo maniqueo de
luces y oscuridades. Sugerencia que consistiría sencillamente en
proponer la meditación en la profundidad de la propia conciencia sin
permitir que imágenes grabadas a fuego en la memoria por repetición,
impidan desarrollar la espiritualidad hacia novedosos y vibrantes
horizontes.
A esas gentes de buena fe, le proponemos renunciar a morales
externas, justificadas por entidades lejanas y autoridades demasiado
cercanas, le proponemos que simplemente intenten “tratar a los demás,
como quieren ser tratados”. Le proponemos dejar de apoyar a quienes
quieren apoderarse del mayor tesoro que un ser humano puede tener, su
subjetividad, la libertad de optar por el camino que mejor aclare el
sentido de la propia vida, la libertad de ser diversos, la libertad de
ser eternos, más allá de fortuitas creencias e ídolos provisorios que
van cayendo de época en época.
Por lo antedicho, ¿qué interés podría tener comentar la renuncia de
un papa y su reemplazo por otro? Por mi parte, renuncio a todo
comentario al respecto.
Fuente: Pressenza
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista
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