por Federico Vázquez – Argentina
Los dos países con economías más desarrolladas en América del Sur
-Brasil y Argentina- completaron ya la marca de una década de
crecimiento y recomposición social. Más allá de los fuegos artificiales
de las oposiciones políticas y mediáticas, el balance positivo es
difícil de negar. El 2013 asoma como el momento donde debe comenzar la
discusión de cómo hacer de la próxima década otra era ganada para
América Latina.
Más allá de que ningún debate político y social tiene un cierre
definitivo, cada vez se hace más complejo plantear que la década pasada
no haya traído mejoras sustanciales para una región históricamente
acostumbrada a malas épocas. Por el contrario, los números de todo tipo
indican que los países latinoamericanos (y con mayor claridad, los
sudamericanos) experimentaron una mejoría sensible después de 30 años de
pérdida de un rumbo propio. Si se mira el PBI, los niveles de empleo o
los de pobreza, las exportaciones o los acuerdos regionales, las cuentas
arrojan un saldo por demás positivo.
Por la misma razón comienza a resultar ocioso detener el pensamiento
en ese lugar. Los 10 años de transformaciones positivas generaron un
resultado que se convierte en el piso desde el cual ahora las sociedades
latinoamericanas discutirán su futuro.
Ese ejercicio debe hacerse desde un lugar que supere el debate
“técnico”, para ser fiel al origen de la experiencia exitosa. En el
comienzo estuvo la política y no un plan de desarrollo construido desde
un laboratorio social de expertos. Por ese motivo, la posibilidad de
otra década ganada se sustenta en algo que los especialistas económicos
suelen obviar: que el poder político no vuelve a las elites
reaccionarias.
En ese sentido, revirtiendo uno de los axiomas más difundidos de las
ciencias sociales, la economía no es el big bang que da vida a todo lo
demás. En el origen del cambio está, por el contrario, los deseos de
modificar la realidad por medio del voto de las mayorías. Un ejemplo:
que Lula sea hoy una guía ideológica continental tuvo su inicio en la
decisión de los pobladores de las favelas de San Pablo a comienzos de
2002, que con su voto lo convirtieron en Presidente. Eso, que también se
llama “política”, es lo que permitió otra relación de fuerzas que
posibilitó ensayar otras formas de gestión económica.
Si todo esto es más o menos consensuado, un gran interrogante se abre
al momento de pensar por dónde seguir de acá en más. ¿Hacia donde es
necesario rumbear para que dentro de 10 años podamos afirmar que hubo
otra década ganada en la región?
Salvo que ocurra algo muy extraño, los próximos años reafirmarán la
transformación mundial hoy en curso. La década pasada empezó con la
caída de las torres gemelas y el gobierno de Bush intentando un
liderazgo mundial en solitario y terminó con el discurso de reasunción
de Obama días atrás, donde explicitó ese el final de ciclo: “Una década
de guerra está acabando”, dijo.
Los próximos diez años pintan para que ese viraje, que incluye a
China como potencia y no ya como promesa de serlo, se transforme en un
mundo con varios polos de desarrollos conectados pero con relativa
autonomìa y fuerte desigualdad entre sí. Probablemente, la idea
cristalizada durante el siglo XX de un “primer mundo” y un “tercer
mundo” quede en desuso, y las “regiones”, cada una con sus propios
núcleos y satélites, sean la síntesis del nuevo orden.
En este escenario, el margen de maniobra para América Latina es mayor
que el que tenía diez años atrás, cuando un texto anónimo (el Consenso
Washington) aparecía más poderoso que cualquier gobierno estatal al sur
del río Bravo.
Dentro de ese mayor margen, habría que agregar el aumento de los
precios de los productos que nuestra región exporta a granel. Algo que,
como viven avisando los economistas, es una situación excepcional que no
se sabe cuánto puede durar, pero cada vez más huele a un cambio
estructural en el intercambio comercial del mundo.
¿Cuál es entonces la deuda pendiente en este marco amistoso? La ardua
e ingrata tarea de discutir la renta interna de los países. El talón de
Aquiles de América Latina sigue siendo su profunda desigualdad, la cual
no es solo una llaga moral, sino un lastre económico.
El contraste es notorio: durante estos años de “vacas gordas” los
Estados nacionales usaron gran parte de esos ingresos extraordinarios
para solventar un rescate social históricamente postergado (planes
sociales, inversión pública en salud y educación, etcétera). Es decir
que los Estados, con una renovada conducción política y con sus
dificultades a cuestas, pudieron redireccionar la forma en que usaron
esa masa de recursos extraordinaria.
Por el contrario, los empresarios latinoamericanos, que recibieron la
inmensa mayoría de esos ingresos, no fueron capaces de reorientar las
inversiones. El carácter rentista o de inversión mínima (casi siempre
en actividades de baja o nulo valor agregado) es la regla de nuestra
elite económica. Por no hablar de la extendida costumbre de fugar las
ganancias.
La pregunta de la próxima década parece ser, entonces, en qué medida
las sociedades y los Estados latinoamericanos lograrán redefinir la
lógica de comportamiento del sujeto social empresario. Un sujeto que, en
este contexto de una década de transformaciones, no parece haber tomado
nota de los cambios.
El debate regional que empezó puertas afuera, con el desendeudamiento
y la autonomía continental como necesarios horizontes inmediatos
parece, ahora, destinado a profundizarse puertas adentro.
Fuente: Pressenza
lunes, 11 de febrero de 2013
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