por Noam Chomsky
El movimiento “Ocupemos” ha experimentado un desarrollo estimulante.
Hasta donde mi memoria alcanza, no ha habido nunca nada parecido. Si
consigue reforzar sus lazos y las asociaciones que se han creado en
estos meses a lo largo del oscuro periodo que se avecina –no habrá
victoria rápida– podría protagonizar un momento decisivo en la historia
de los Estados Unidos.
Pressenza, Boston. La singularidad de este movimiento no debería sorprender. Después de
todo, vivimos una época inédita, que arranca en 1970 y que ha supuesto
un auténtico punto de inflexión en la historia de los Estados Unidos.
Durante siglos, desde sus inicios como país, fueron una sociedad en
desarrollo. Que no lo fueran siempre en la dirección correcta es otra
historia. Pero en términos generales, el progreso supuso riqueza,
industrialización, desarrollo y esperanza. Existía una expectativa más o
menos amplia de que esto seguiría siendo así. Y lo fue, incluso en los
tiempos más oscuros.
Tengo edad suficiente para recordar la Gran Depresión. A mediados de
los años 30, la situación era objetivamente más dura que la actual. El
ánimo, sin embargo, era otro. Había una sensación generalizada de que
saldríamos adelante. Incluso la gente sin empleo, entre los que se
contaban algunos parientes míos, pensaba que las cosas mejorarían.
Existía un movimiento sindical militante, especialmente en el ámbito del
Congreso de Organizaciones Industriales. Y se comenzaban a producir
huelgas con ocupación de fábricas que aterrorizaban al mundo empresarial
–basta consultar la prensa de la época-. Una ocupación, de hecho, es el
paso previo a la autogestión de las empresas. Un tema, dicho sea de
paso, que está bastante presente en la agenda actual. También la
legislación del New Deal comenzaba a ver la luz a resultas de la presión
popular. A pesar de que los tiempos eran duros, había una sensación,
como señalaba antes, de que se acabaría por “salir de la crisis”.
Hoy las cosas son diferentes. Entre buena parte de la población de
los Estados Unidos reina una marcada falta de esperanza que a veces se
convierte en desesperación. Diría que esta realidad es bastante nueva en
la historia norteamericana. Y tiene, desde luego, una base objetiva.
La clase trabajadora
En los años 30’ del siglo pasado los trabajadores desempleados podían
pensar que recuperarían sus puestos de trabajo. Actualmente, con un
nivel de paro similar al existente durante la Depresión, es improbable,
si la tendencia persiste, que un trabajador manufacturero vaya a
recuperar el suyo. El cambio tuvo lugar hacia 1970 y obedece a muchas
razones. Un factor clave, bien analizado por el historiador económico
Robert Brenner, fue la caída del beneficio en el sector manufacturero.
Pero también hubo otros. La reversión, por ejemplo, de varios siglos de
industrialización y desarrollo. Por supuesto, la producción de
manufacturas continuó del otro lado del océano, pero en perjuicio, y no
en beneficio, de las personas trabajadoras. Junto a estos cambios, se
produjo un desplazamiento significativo de la economía del ámbito
productivo –de cosas que la gente necesitara o pudiera usar- al de la
manipulación financiera. Fue entonces, en efecto, cuando la
financiarización de la economía comenzó a extenderse.
Los bancos
Antes de 1970, los bancos eran bancos. Hacían lo que se espera que un
banco haga en una economía capitalista: tomar fondos no utilizados de
una cuenta bancaria, por ejemplo, y darles una finalidad potencialmente
útil como ayudar a una familia a que se compre una casa o a que envíe a
su hijo a la escuela. Esto cambió de forma dramática en los setenta.
Hasta entonces, y desde la Gran Depresión, no había habido crisis
financieras. Los años cincuenta y sesenta fueron un periodo de gran
crecimiento, el más alto en la historia de los Estados Unidos y
posiblemente en la historia económica. Y fue igualitario. Al quintil más
bajo de la sociedad le fue tan bien como al más alto. Mucha gente
accedió a formas de vida más razonables –de “clase media”, como se llamó
aquí, de “clase trabajadora”, en otros países–. Los sesenta, por su
parte, aceleraron el proceso. Tras una década un tanto sombría, el
activismo de aquellos años civilizó el país de forma muchas veces
duradera. Con la llegada de los setenta, se produjeron una serie de
cambios abruptos y profundos: desindustrialización, deslocalización de
la producción y un mayor protagonismo de las instituciones financieras,
que crecieron enormemente. Yo diría que entre los años cincuenta y
sesenta se produjo un fuerte desarrollo de lo que décadas después se
conocería como economía de alta tecnología: computadores, Internet y
revolución de las tecnologías de la información, que se desarrollaron
sustancialmente en el sector estatal. Estos cambios generaron un círculo
vicioso. Condujeron a una creciente concentración de riqueza en manos
del sector financiero, pero no beneficiaron a la economía (más bien la
perjudicaron, al igual que a la sociedad).
Política y dinero
La concentración de riqueza trajo consigo una mayor concentración de
poder político. Y la concentración de poder político dio lugar a una
legislación que intensificaría y aceleraría el ciclo. Esta legislación,
bipartidista en lo esencial, comportó la introducción de nuevas
políticas fiscales, así como de medidas desreguladoras del gobierno de
las empresas. Junto a este proceso, se produjo un aumento importante del
coste de las elecciones, lo que hundió aún más a los partidos políticos
en los bolsillos del sector empresarial.
Los partidos, en realidad, comenzaron a degradarse por diferentes
vías. Si una persona aspiraba a un puesto en el Congreso, como la
presidencia de una comisión, lo normal era que lo obtuviera a partir de
su experiencia y capacidad personal. En solo un par de años, tuvieron
que comenzar a contribuir a los fondos del partido para lograrlo, un
tema bien estudiado por gente como Tom Ferguson. Esto, como decía,
aumentó la dependencia de los partidos del sector empresarial (y sobre
todo, del sector financiero).
Este ciclo acabó con una tremenda concentración de riqueza,
básicamente en manos del primer uno por ciento de la población. Mientras
tanto, se abrió un período de estancamiento e incluso de decadencia
para la mayoría de la gente. Algunos salieron adelante, pero a través de
medios artificiales como la extensión de la jornada de trabajo, el
recurso al crédito y al sobreendeudamiento o la apuesta por inversiones
especulativas como las que condujeron a la reciente burbuja
inmobiliaria. Muy pronto, la jornada laboral acabó por ser más larga en
Estados Unidos que en países industrializados como Japón o que otros en
Europa. Lo que se produjo, en definitiva, fue un período de
estancamiento y de declive para la mayoría unido a una aguda
concentración de riqueza. El sistema político comenzó así a disolverse.
Siempre ha existido una brecha entre la política institucional y la
voluntad popular. Ahora, sin embargo, ha crecido de manera astronómica.
Constatarlo no es difícil. Basta ver lo que está ocurriendo con el gran
tema que ocupa a Washington: el déficit. El gran público, con razón,
piensa que el déficit no es la cuestión principal. Y en verdad no lo es.
La cuestión importante es la falta de empleo. Hay una comisión sobre el
déficit pero no una sobre el desempleo. Por lo que respecta al déficit,
el gran público tiene su posición. Las encuestas lo atestiguan. De
forma clara, la gente apoya una mayor presión fiscal sobre los ricos, la
reversión de la tendencia regresiva de estos años y la preservación de
ciertas prestaciones sociales. Las conclusiones de la comisión sobre el
déficit seguramente dirán lo contrario. El movimiento de ocupación
podría proporcionar una base material para tratar de neutralizar este
puñal que apunta al corazón del país.
Plutonomía y precariado
Para el grueso de la población –el 99%, según el movimiento Ocupemos–
estos tiempos han sido especialmente duros, y la situación podría ir a
peor. Podríamos asistir, de hecho, a un período de declive irreversible.
Para el 1% -e incluso menos, el 0,1%- todo va bien. Son más ricos que
nunca, más poderosos que nunca y controlan el sistema político, de
espaldas a la mayoría. Si nada se lo impide, ¿por qué no continuar así?
Tomemos el caso de Citigroup. Durante décadas, ha sido uno de los
bancos de inversión más corruptos. Sin embargo, ha sido rescatado una y
otra vez con dinero de los contribuyentes. Primero con Reagan y ahora
nuevamente. No incidiré aquí en el tema de la corrupción, pero es
bastante alucinante. En 2005, Citigroup sacó unos folletos para
inversores bajo el título: “Plutonomía: comprar lujo, explicar los
desequilibrios globales”. Los folletos animaban a los inversores a
colocar dinero en un “índice de plutonomía”. “El mundo –anunciaban- se
está dividiendo en dos bloques: la plutonomía y el resto”.
La noción de plutonomía apela a los ricos, a los que compran bienes
de lujo y todo lo que esto conlleva. Los folletos sugerían que la
inclusión en el “índice de plutonomía” contribuiría a mejorar los
rendimientos de los mercados financieros. El resto bien podía
fastidiarse. No importaba. En realidad, no eran necesarios. Estaban allí
para sostener a un Estado poderoso, que rescataría a los ricos en caso
de que se metieran en problemas. Ahora, estos sectores suelen
denominarse “precariado” –gente que vive una existencia precaria en la
periferia de la sociedad–. Solo que cada vez es menos periférica. Se
está volviendo una parte sustancial de la sociedad norteamericana y del
mundo. Y los ricos no lo ven tan mal.
Por ejemplo, el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan,
llegó a ir al Congreso, durante la gestión de Clinton, a explicar las
maravillas del gran modelo económico que tenía el honor de supervisar.
Fue poco antes del estallido del crack en el que tuvo una
responsabilidad clarísima. Todavía se le llamaba “San Alan” y los
economistas profesionales no dudaban en describirlo como uno de los más
grandes. Dijo que gran parte del éxito económico tenía que ver con la
“creciente inseguridad laboral”. Si los trabajadores carecen de
seguridad, si forman parte del precariado, si viven vidas precarias,
renunciarán a sus demandas. No intentarán conseguir mejores salarios o
mejores prestaciones. Resultarán superfluos y será fácil librarse de
ellos. Esto es lo que, técnicamente hablando, Greenspan llamaba una
economía “saludable”. Y era elogiado y enormemente admirado por ello.
La cosa, pues, está así: el mundo se está dividiendo en plutonomía y
precariado –el 1 y el 99 por ciento, en la imagen propagada por el
movimiento Ocupemos. No se trata de números exactos, pero la imagen es
correcta. Ahora, es la plutonomía quien tiene la iniciativa y podría
seguir siendo así. Si ocurre, la regresión histórica que comenzó en los
años setenta del siglo pasado podría resultar irreversible. Todo indica
que vamos en esa dirección. El movimiento Ocupemos es la primera y más
grande reacción popular a esta ofensiva. Podría neutralizarla. Pero para
ello es menester asumir que la lucha será larga y difícil. No se
obtendrán victorias de la noche a la mañana. Hace falta crear
estructuras nuevas, sostenibles, que ayuden a atravesar estos tiempos
difíciles y a obtener triunfos mayores. Hay un sinnúmero de cosas, de
hecho, que podrían hacerse.
Hacia un movimiento de ocupación de los trabajadores
Ya lo mencioné antes. En los años treinta del siglo pasado, las
huelgas con ocupación de los lugares de trabajo eran unas de las
acciones más efectivas del movimiento obrero. La razón era sencilla: se
trataba del paso previo a la toma de las fábricas. En los años setenta,
cuando el nuevo clima de contrarreforma comenzaba a instalarse, todavía
pasaban cosas importantes. En 1977, por ejemplo, la empresa US Steel
decidió cerrar una de sus sucursales en Youngstown, Ohio. En lugar de
marcharse, simplemente, los trabajadores y la comunidad se propusieron
unirse y comprarla a los propietarios para luego convertirla en una
empresa autogestionada. No ganaron. Pero de haber conseguido el
suficiente apoyo popular, probablemente lo habrían hecho. Gar Alperovitz
y Staufhton Lynd, los abogados de los trabajadores, han analizado con
detalle esta cuestión. Se trató, en suma, de una victoria parcial.
Perdieron, pero generaron otras iniciativas. Esto explica que hoy, a lo
largo de Ohio y de muchos otros sitios, hayan surgido cientos, quizás
miles de empresas de propiedad comunitaria, no siempre pequeñas, que
podrían convertirse en autogestionadas. Y esta sí es una buena base para
una revolución real.
Algo similar pasó en la periferia de Boston hace aproximadamente un
año. Una multinacional decidió cerrar una instalación rentable que
producía manufacturas con alta tecnología. Evidentemente, para ellos no
era lo suficientemente rentable. Los trabajadores y los sindicatos
ofrecieron comprarla y gestionarla por sí mismos. La multinacional se
negó, probablemente por consciencia de clase. Creo que no les hace
ninguna gracia que este tipo de cosas pueda ocurrir. Si hubiera habido
suficiente apoyo popular, algo similar al actual movimiento de ocupación
de las calles, posiblemente habrían tenido éxito.
Y no es el único proceso de este tipo que está teniendo lugar. De
hecho, se han producido algunos con una entidad mayor. No hace mucho, el
presidente Barack Obama tomó el control estatal de la industria
automotriz, la propiedad de la cual estaba básicamente en manos de una
miríada de accionistas. Tenía varias posibilidades. Pero escogió esta:
reflotarla con el objetivo de devolverla a sus dueños, o a un tipo
similar de propiedad que mantuviera su estatus tradicional. Otra
posibilidad era entregarla a los trabajadores, estableciendo las bases
de un sistema industrial autogestionado que produjera cosas necesarias
para la gente. Son muchas, de hecho, las cosas que necesitamos. Todos
saben o deberían saber que los Estados Unidos tienen un enorme atraso en
materia de transporte de alta velocidad. Es una cuestión seria, que no
sólo afecta la manera en que la gente vive, sino también la economía.
Tengo una historia personal al respecto. Hace unos meses, tuve que dar
un par de charlas en Francia. Había que tomar un tren desde Avignon, al
sur, hasta el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. La distancia es la
misma que hay entre Washington DC y Boston. Tardé dos horas. No sé si
han tomado el tren que va de Washington a Boston. Opera a la misma
velocidad que hace sesenta años, cuando mi mujer y yo nos subimos por
primera vez. Es un escándalo.
Nada impide hacer en los Estados Unidos lo que se hace en Europa.
Existe la capacidad y una fuerza de trabajo cualificada. Haría falta
algo más de apoyo popular, pero el impacto en la economía sería notable.
El asunto, sin embargo, es aún más surrealista. Al tiempo que desechaba
esta opción, la administración Obama envió a su secretario de
transportes a España para conseguir contratos en materia de trenes de
alta velocidad. Esto se podría haber hecho en el cinturón industrial del
norte de los Estados Unidos, pero ha sido desmantelado. No son, pues,
razones económicas las que impiden desarrollar un sistema ferroviario
robusto. Son razones de clase, que reflejan la debilidad de la
movilización popular.
Cambio climático y armas nucleares
Hasta aquí me he limitado a las cuestiones domésticas, pero hay dos
desarrollos peligrosos en el ámbito internacional, una suerte de sombra
que planea sobre todo lo el análisis. Por primera vez en la historia de
la humanidad, hay amenazas reales a la supervivencia digna de las
especies.
Una de ellas nos ha estado rondando desde 1945. Es una especie de
milagro que la hayamos sorteado. Es la amenaza de la guerra nuclear, de
las armas nucleares. Aunque no se habla mucho de ello, esta amenaza no
ha dejado de crecer con el gobierno actual y sus aliados. Y hay que
hacer algo antes de que estemos en problemas serios.
La otra amenaza, por supuesto, es la catástrofe ambiental.
Prácticamente todos los países en el mundo están tratando de hacer algo
al respecto, aunque sea de manera vacilante. Los Estados Unidos también,
pero para acelerar la amenaza. Son el único país de los grandes que no
ha hecho nada constructivo para proteger el medio ambiente, que ni
siquiera se ha subido al tren. Es más, en cierta medida, lo están
empujando hacia atrás. Todo esto está ligado a la existencia de un
gigantesco sistema de propaganda que el mundo de los negocios despliega
con orgullo y desfachatez con el objetivo de convencer a la gente de que
el cambio climático es una patraña de los progres “¿Por qué hacer caso a
estos científicos?”.
Estamos viviendo una auténtica regresión a tiempos muy oscuros. Y no
lo digo en broma. De hecho, si se piensa que esto está pasando en el
país más poderoso y rico de la historia, la catástrofe parece
inevitable. En una generación o dos, cualquier otra cosa de la que
hablemos carecerá de importancia. Hay que hacer algo, pues, y hacerlo
pronto, con dedicación y de manera sostenible. No será sencillo. Habrá,
por descontado, obstáculos, dificultades, fracasos. Es más: si el
espíritu surgido el año pasado, aquí y en otros rincones del mundo, no
crece y consigue convertirse en una fuerza de peso en el mundo social y
político, las posibilidades de un futuro digno no serán muy grandes.
jueves, 17 de mayo de 2012
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