por Francisco Javier Ruiz-Tagle
La propaganda del neoliberalismo siempre pone el énfasis en los aspectos macroeconómicos,
destacando ciertos logros globales que están muy lejos de representar a la realidad humana
inmediata involucrada. En cambio, para el humanismo es justamente esta dimensión cotidiana la
más importante y por ello se empeña en recogerla al elaborar sus propuestas.
Pressenza, Santiago de Chile. Porque sucede que para la mirada deshumanizada del capital financiero internacional, el dolor o la
felicidad de la gente real y concreta es un dato por completo irrelevante, puesto que se mueve en
el universo paralelo de las abstracciones matemáticas y estadísticas. Es más: este tipo de capital
es, él mismo, una abstracción, dado que consiste en una forma de riqueza que se incrementa
a través de la actividad puramente especulativa, sin vinculación permanente con algún tipo de
proceso productivo más elaborado. Un antipoema del poeta chileno y reciente premio Cervantes
Nicanor Parra, ilustra a la perfección el punto: “Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno.
Consumo promedio: un pan por persona”.
El capitalismo clásico se basa en la producción de bienes y servicios y, por ende, en el trabajo
cualificado. Si no existe explotación, cuestión que es mucho más difícil cuando se trata de
trabajadores con alto nivel de especialización y que cuentan además con la protección jurídica
propia de las sociedades más avanzadas, esta forma de generación de riqueza es, en esencia,
medianamente distributiva. En realidad, es la única forma de distribución que puede justificar el
capitalismo, aún cuando este “ideal” se encuentre ya condicionado por cuestiones previas que
lo desvirtúan en gran medida. El derecho a herencia y la pertenencia a grupos socioeconómicos
desiguales en cuanto a sus posibilidades de emprendimiento, hacen casi imposible asegurar
una genuina igualdad de oportunidades, hecho que tiende a invalidar el paradigma. Si bien este
aspecto crucial es cuidadosamente escamoteado de la discusión pública, pues abre un frente
difícil de sostener para los defensores del actual sistema, podemos convenir en que el capitalismo
productivo permite a las sociedades alcanzar un nivel al menos aceptable de justicia social.
El capitalismo financiero, en cambio (y, por ende, el modelo que impone), es rentista, es decir,
se monta sobre recursos que no le pertenecen sin pagar casi nada a sus dueños legítimos y
cobra una renta por ellos. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con los recursos naturales de
los países latinoamericanos. Como se trata de procesos extractivos de baja complejidad, los
empleos cualificados que generan son exiguos y tampoco se efectúa ningún tipo de transferencia
tecnológica que traspase beneficios sólidos y de largo alcance a la sociedad que los cobija. Para
peor, el chorro de divisas que entra y sale de esos países sin ninguna regulación genera burbujas
inflacionarias (la llamada “enfermedad holandesa”) que perjudican gravemente a otros sectores
exportadores cuyos procesos productivos se sustentan en mayor medida en el trabajo humano
cualificado, como acontece por ejemplo en Chile con la agroindustria.
Para ser precisos, al capital especulativo no le interesa en absoluto la realidad humana vinculada a
los procesos productivos, a los que utiliza solo como un medio para acopiar más capital que pueda
ser trasladado al circuito financiero y reinvertido rápidamente en alguno de los casi infinitos tipos
de instrumentos especulativos, un proceso perverso a través del cual puede seguir acumulándose.
El factor humano introduce variables de alta complejidad porque es diverso, demandante y
definitivamente impredecible, de manera que se hacía necesario generar un status quo que lo
anulara y lo mantuviera bajo control: eso es la globalización. A través de ella, los grandes bancos
le han impuesto al mundo una completa desregulación en todos los ámbitos de la actividad
económica, permitiendo la libre circulación del gran capital, la eliminación de los controles
ambientales, la flexibilización del empleo, la deslocalización de la industria hacia lugares donde
la mano de obra es más barata (ojala, casi esclava) y, finalmente, una libertad absoluta para fijar
tasas de interés derechamente usurarias. En suma, se trata de una auténtica tiranía, como la
califica uno de los documentos fundacionales del Humanismo Universalista.
El que haya sido posible esta esclavitud universal del crédito, a la que están sometidos tanto
países como instituciones y personas, no deja de ser sorprendente, aunque es fácil de explicar
ya que tiene una sola raíz: la acumulación de capital en pocas manos. Lo más insólito de este
fenómeno es que ya no se trata de una acumulación de su propiedad sino que del monopolio de
su administración, puesto que los recursos con los que opera el circuito financiero pertenecen
a miles de millones de ahorrantes, quienes han delegado graciosamente la gestión sobre los
dineros obtenidos gracias a su trabajo en las manos de los especuladores. En la crisis financiera de
1929, los financistas se suicidaban arrojándose por las ventanas de sus oficinas en Wall Street; en
cambio, en la crisis del 2008 no se supo del suicidio de ningún operador financiero, por la sencilla
razón de que las pérdidas no las sufrieron ellos sino que los ahorrantes, mientras quienes habían
generado la debacle se acogían a retiro recibiendo millonarias indemnizaciones.
La reciente recuperación de los recursos energéticos argentinos a través de la renacionalización
de YPF, efectuada por la actual presidenta Cristina Kirchner puede ser, sin duda, un camino a
recorrer con el objeto de liberarse de esas pesadas cadenas internacionales, especialmente si se
tiene en cuenta que las inversiones de Repsol, así como las de muchas otras empresas españolas
que operan en Latinoamérica corresponden a una verdadera fuga de capitales, a consecuencia de
una laxa política impositiva en su país de origen. Es por ello que resulta inexplicable la reacción
destemplada del mismísimo gobierno español en defensa de las transnacionales, en circunstancia
de que en su propio país padecen una grave crisis de liquidez que está afectando principalmente
a sus ciudadanos, al verse obligados a limitar duramente los beneficios que otorgaba el llamado
Estado de Bienestar. Pero esta es una más de las tantas manifestaciones del desorden global que
ha desatado la acción descontrolada del capital financiero.
Sin embargo, a estas alturas resulta bastante difícil confiar
ciegamente en el Estado, considerando
que se trata de otra estructura eminentemente concentradora y
monopólica. Podría suceder
que algún gobierno de turno, empujado por presiones electorales,
quisiera convertir a su pueblo
en el beneficiario inmediato y directo de la renta obtenida a partir de
la comercialización de
esos recursos naturales (como parece estar sucediendo ya en Venezuela
con el petróleo). Si
bien es claro que resulta mucho más legítimo el que esa ganancia
favorezca a la gente y no
a una trasnacional, un progreso duradero solo puede sostenerse si se
articulan proyectos de
industrialización y creación de infraestructura con una mirada de largo
plazo, propuestas que resultan muy difíciles de sobrellevar ante la
ciudadanía cuando el único horizonte de esos
gobernantes es ganar en una próxima elección.
Es en este punto donde también adquiere capital importancia el factor humano. Si los pueblos
se dejan seducir encandilados por los beneficios inmediatos, abrirán la puerta al clientelismo
desatado y a la más grosera demagogia por parte de la clase política como ha sucedido ya tantas
veces, desde la época del ateniense Alcibíades en adelante. Al actuar de ese modo, hipotecarán
la posibilidad de un progreso real y estable, de un progreso de todos y para todos, que incluya
a las generaciones venideras. Si, en cambio, esos pueblos aprenden a cultivar la lucidez, la
autodisciplina y consiguen desplegar una mirada procesal, solo entonces sabrán apreciar lo que
significa constituirse en protagonistas de un verdadero proyecto colectivo.
En esta encrucijada, el Humanismo Universalista tiene mucho que aportar porque sus planteos
jamás han estado sometidos a los vaivenes de la contingencia ni el pragmatismo inmediatista.
Sus propuestas reivindican el papel de la más alta política en el destino de las sociedades y de
su fidelidad a ese noble propósito, los humanistas extraen la fuerza para no rendirse ante las
tentaciones de la popularidad fácil. En tanto se mantenga esa línea de conducta y se vayan
subsanando las deficiencias de comunicación hacia los grandes conjuntos, no está lejos el
momento en el que serán ampliamente escuchados.
miércoles, 6 de junio de 2012
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