miércoles, 6 de junio de 2012

El factor humano.

por Francisco Javier Ruiz-Tagle

La propaganda del neoliberalismo siempre pone el énfasis en los aspectos macroeconómicos, destacando ciertos logros globales que están muy lejos de representar a la realidad humana inmediata involucrada. En cambio, para el humanismo es justamente esta dimensión cotidiana la más importante y por ello se empeña en recogerla al elaborar sus propuestas.

Pressenza, Santiago de Chile. Porque sucede que para la mirada deshumanizada del capital financiero internacional, el dolor o la felicidad de la gente real y concreta es un dato por completo irrelevante, puesto que se mueve en el universo paralelo de las abstracciones matemáticas y estadísticas. Es más: este tipo de capital es, él mismo, una abstracción, dado que consiste en una forma de riqueza que se incrementa a través de la actividad puramente especulativa, sin vinculación permanente con algún tipo de proceso productivo más elaborado. Un antipoema del poeta chileno y reciente premio Cervantes Nicanor Parra, ilustra a la perfección el punto: “Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno. Consumo promedio: un pan por persona”.
El capitalismo clásico se basa en la producción de bienes y servicios y, por ende, en el trabajo cualificado. Si no existe explotación, cuestión que es mucho más difícil cuando se trata de trabajadores con alto nivel de especialización y que cuentan además con la protección jurídica propia de las sociedades más avanzadas, esta forma de generación de riqueza es, en esencia, medianamente distributiva. En realidad, es la única forma de distribución que puede justificar el capitalismo, aún cuando este “ideal” se encuentre ya condicionado por cuestiones previas que lo desvirtúan en gran medida. El derecho a herencia y la pertenencia a grupos socioeconómicos desiguales en cuanto a sus posibilidades de emprendimiento, hacen casi imposible asegurar una genuina igualdad de oportunidades, hecho que tiende a invalidar el paradigma. Si bien este aspecto crucial es cuidadosamente escamoteado de la discusión pública, pues abre un frente difícil de sostener para los defensores del actual sistema, podemos convenir en que el capitalismo productivo permite a las sociedades alcanzar un nivel al menos aceptable de justicia social.
El capitalismo financiero, en cambio (y, por ende, el modelo que impone), es rentista, es decir, se monta sobre recursos que no le pertenecen sin pagar casi nada a sus dueños legítimos y cobra una renta por ellos. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con los recursos naturales de los países latinoamericanos. Como se trata de procesos extractivos de baja complejidad, los empleos cualificados que generan son exiguos y tampoco se efectúa ningún tipo de transferencia tecnológica que traspase beneficios sólidos y de largo alcance a la sociedad que los cobija. Para peor, el chorro de divisas que entra y sale de esos países sin ninguna regulación genera burbujas inflacionarias (la llamada “enfermedad holandesa”) que perjudican gravemente a otros sectores exportadores cuyos procesos productivos se sustentan en mayor medida en el trabajo humano cualificado, como acontece por ejemplo en Chile con la agroindustria.
Para ser precisos, al capital especulativo no le interesa en absoluto la realidad humana vinculada a los procesos productivos, a los que utiliza solo como un medio para acopiar más capital que pueda ser trasladado al circuito financiero y reinvertido rápidamente en alguno de los casi infinitos tipos
de instrumentos especulativos, un proceso perverso a través del cual puede seguir acumulándose. El factor humano introduce variables de alta complejidad porque es diverso, demandante y definitivamente impredecible, de manera que se hacía necesario generar un status quo que lo anulara y lo mantuviera bajo control: eso es la globalización. A través de ella, los grandes bancos le han impuesto al mundo una completa desregulación en todos los ámbitos de la actividad económica, permitiendo la libre circulación del gran capital, la eliminación de los controles ambientales, la flexibilización del empleo, la deslocalización de la industria hacia lugares donde la mano de obra es más barata (ojala, casi esclava) y, finalmente, una libertad absoluta para fijar tasas de interés derechamente usurarias. En suma, se trata de una auténtica tiranía, como la califica uno de los documentos fundacionales del Humanismo Universalista.
El que haya sido posible esta esclavitud universal del crédito, a la que están sometidos tanto países como instituciones y personas, no deja de ser sorprendente, aunque es fácil de explicar ya que tiene una sola raíz: la acumulación de capital en pocas manos. Lo más insólito de este fenómeno es que ya no se trata de una acumulación de su propiedad sino que del monopolio de su administración, puesto que los recursos con los que opera el circuito financiero pertenecen a miles de millones de ahorrantes, quienes han delegado graciosamente la gestión sobre los dineros obtenidos gracias a su trabajo en las manos de los especuladores. En la crisis financiera de 1929, los financistas se suicidaban arrojándose por las ventanas de sus oficinas en Wall Street; en cambio, en la crisis del 2008 no se supo del suicidio de ningún operador financiero, por la sencilla razón de que las pérdidas no las sufrieron ellos sino que los ahorrantes, mientras quienes habían generado la debacle se acogían a retiro recibiendo millonarias indemnizaciones.
La reciente recuperación de los recursos energéticos argentinos a través de la renacionalización de YPF, efectuada por la actual presidenta Cristina Kirchner puede ser, sin duda, un camino a recorrer con el objeto de liberarse de esas pesadas cadenas internacionales, especialmente si se tiene en cuenta que las inversiones de Repsol, así como las de muchas otras empresas españolas que operan en Latinoamérica corresponden a una verdadera fuga de capitales, a consecuencia de una laxa política impositiva en su país de origen. Es por ello que resulta inexplicable la reacción destemplada del mismísimo gobierno español en defensa de las transnacionales, en circunstancia de que en su propio país padecen una grave crisis de liquidez que está afectando principalmente a sus ciudadanos, al verse obligados a limitar duramente los beneficios que otorgaba el llamado Estado de Bienestar. Pero esta es una más de las tantas manifestaciones del desorden global que ha desatado la acción descontrolada del capital financiero.
Sin embargo, a estas alturas resulta bastante difícil confiar ciegamente en el Estado, considerando que se trata de otra estructura eminentemente concentradora y monopólica. Podría suceder que algún gobierno de turno, empujado por presiones electorales, quisiera convertir a su pueblo en el beneficiario inmediato y directo de la renta obtenida a partir de la comercialización de esos recursos naturales (como parece estar sucediendo ya en Venezuela con el petróleo). Si bien es claro que resulta mucho más legítimo el que esa ganancia favorezca a la gente y no a una trasnacional, un progreso duradero solo puede sostenerse si se articulan proyectos de industrialización y creación de infraestructura con una mirada de largo plazo, propuestas que resultan muy difíciles de sobrellevar ante la ciudadanía cuando el único horizonte de esos gobernantes es ganar en una próxima elección.
Es en este punto donde también adquiere capital importancia el factor humano. Si los pueblos se dejan seducir encandilados por los beneficios inmediatos, abrirán la puerta al clientelismo desatado y a la más grosera demagogia por parte de la clase política como ha sucedido ya tantas veces, desde la época del ateniense Alcibíades en adelante. Al actuar de ese modo, hipotecarán la posibilidad de un progreso real y estable, de un progreso de todos y para todos, que incluya a las generaciones venideras. Si, en cambio, esos pueblos aprenden a cultivar la lucidez, la autodisciplina y consiguen desplegar una mirada procesal, solo entonces sabrán apreciar lo que significa constituirse en protagonistas de un verdadero proyecto colectivo.
En esta encrucijada, el Humanismo Universalista tiene mucho que aportar porque sus planteos jamás han estado sometidos a los vaivenes de la contingencia ni el pragmatismo inmediatista. Sus propuestas reivindican el papel de la más alta política en el destino de las sociedades y de su fidelidad a ese noble propósito, los humanistas extraen la fuerza para no rendirse ante las tentaciones de la popularidad fácil. En tanto se mantenga esa línea de conducta y se vayan subsanando las deficiencias de comunicación hacia los grandes conjuntos, no está lejos el momento en el que serán ampliamente escuchados.

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