por Damián Cabrera.
Pressenza, Asunción, Paraguay. Es la hora encendida, los sentires también se incendian y en medio de la
consternación cuesta ver con claridad; nos cuesta prestar atención a
los acontecimientos en su detalle, aturdidos por los hechos de
violencia, y cuesta mucho más aún esbozar una reflexión, con la
indignación agitada por los medios de comunicación, cuando éstos, quizás
adrede, reducen el acontecimiento a un hecho de violencia más en la escena de
tensiones crecientes. Y es que la mayoría de los medios locales imitan
burdamente cierto periodismo –común, por ejemplo, en Argentina- al que
le da por detenerse superficialmente en el hecho, juzgando desde los
valores de un grupo particular de poder al que representa el medio, sin
tomarse el trabajo de hurgar en los fondos, o ignorándolos
deliberadamente.
Un espacio abierto a múltiples subjetividades, grupos sociales,
naciones –una escena con mapas y territorialidades superpuestas-, como
es el caso de los departamentos paraguayos fronterizos con el Brasil, es
susceptible de tensiones, porque, en sus intentos por consolidarse en
la escena, los anhelos chocan unos con otros, y cuando no es posible
encontrar la coincidencia, la tolerancia aparece comprometida. Pero
basta mirar la historia, inclusive la más reciente, para comprender que
las coexistencias no tienen por qué ser armónicas, no es una regla: Lo
diferente existe hostilmente, sobreviviendo su espacio según sus
potencias.
En el origen era el “infierno verde”. El bosque atlántico que se
consideraba inagotable, fue escenario de explotaciones en los obrajes y
yerbales, bajo el yugo de la Industrial Paraguaya y la Matte-Laranjeira,
con un sistema esclavista apoyado por el Estado paraguayo; las tierras
en cuestión fueron luego heredadas, de manera arbitraria, por personas y
empresas cercanas al dictador Alfredo Stroesner, como beneficiarios
ilegítimos de una “reforma agraria” que quizás se pueda pensar como los
primeros fuegos de los conflictos en Curuguaty, y en otros distritos,
que estallaron de manera convulsiva estos días. Pero hay que subrayar
que los conflictos por la tenencia de la tierra en la frontera –y en
todo el Paraguay- no son recientes, datan de por lo menos cien años.
Silvia Rivera Cusicanqui sugiere que a veces lo acallado puede
estallar de modo “catártico e irracional”. ¿Se puede justificar la
violencia? Los medios de comunicación hablan de una ola de violencia,
pero, ¿violencia contra quiénes? ¿No era de esperar que luego de cien
años, en cualquier momento, la indignación estallara de modo “catártico e
irracional”? Esto si pensamos que los campesinos paraguayos –los
campesinos pobres- son un sector excluido de la población.
Los medios de comunicación aún tienen el descaro de desautorizar la
identidad de la gente. Oscar Acosta, Carlos Báez, Sanie López Garelli,
Yolanda Park –por citar algunos de los conductores de telenoticieros más
vistos en el país-, ABC Color y Última Hora dicen “supuestos
campesinos”, “autodenominados campesinos”; aunque ellos lo repitan
ingenuamente, hay que entender que es una estrategia de desacreditación
programática. Yo me animo a nombrar del otro lado, del lado de la soja,
al “autodenominado sector productivo del Paraguay”, a los “supuestos
productores”.
El monocultivo extensivo de la soja, que ya no tenía espacio en el
Brasil, se abrió camino por Canindeyú, y a lo largo de toda la frontera.
Durante el gobierno de Stroesner se crearon las principales condiciones
para este ingreso: La eliminación de la Ley de frontera, la
construcción del puente de la Amistad, la construcción de la Ruta
Internacional Nº 7, e Itaipú.
Bartomeu Melià hace una etimología de la palabra “colonia”, y la
vincula con palabras como cultivo, culto y cultura, “derivadas del verbo
colo, que significa “yo trabajo o yo trabajo el campo””. Literalmente,
pero también como metáfora de un modo de estar en el mundo, el habitante
que trabaja una tierra pasaría a buscar más tierra para cultivarla, es
decir, para colonizarla. Melià advierte que la historia ha demostrado
que la acción colonizadora ha supuesto la dominación económica y
política, y la negación de las otras culturas; explotación, dominación y
negación por la pretensión de universalidad de las culturas
colonizadoras. El discurso del colono en el Alto Paraná (de cualquier
nacionalidad, incluso de los colonos paraguayos) se escuda en la
supuesta infalibilidad moral de su deseo de trabajar (“que nos dejen
trabajar tranquilos”); los grupos subalternos con los que disputa
territorio –campesinos sin tierra, carperos, paraguayos, indígenas-
carecerían de ese deseo de trabajar y serían representados,
estigmatizados casi, como “haraganes”.
Tanto el valor que se le asigna al trabajo, así como los modos de
trabajar, de producir, de colonos, paraguayos e indígenas son distintos:
esta sería la principal estrategia de desacreditación de sus enemigos.
Pero “el verdadero colonizador piensa que él es la cultura, y el camino
que él recorrió lo tendrán que recorrer los otros más tarde o más
temprano”.
A los haceres se les asignan valores distintos, no sólo desde el
punto de vista de la economía de la producción sino desde el punto de
vista del sentido; el valor que se le asigna al trabajo tiene que ver
con cosmovisiones distintas.
¿Cómo puede la tierra no ser suficiente para modos de hacer “poco
productivos” en manos de poca gente y a su vez ser insuficiente para
prácticas “altamente productivas” en manos, también, de poca gente?
¿Debe ser la “alta capacidad productiva” el único criterio para tener
derecho a ser en la tierra?
En apariencia, para el autodenominado “sector productivo del
Paraguay” el bosque retrasa el progreso. Ésta es una representación
stronista que ha sido eternizada por el discurso del sector, y el de los
medios de comunicación con mayor presencia en el país –algunos de cuyos
propietarios están bajo fuertes sospechas de haber sido beneficiarios
ilegítimos de la seudo-reforma agraria stronista-.
Hoy se señala los supuestos peligros del bosque como escondrijo de
“grupos ideologizados y subversivos”, puestos en clave de insólito,
cuando en realidad, en el Paraguay siempre han existido guerrillas, y el
territorio fronterizo tiene una historia de más de cien años de
disputas territoriales entre campesinos, indígenas y terratenientes de
procedencia diversa. Evidentemente, estos procesos son ignorados de
forma deliberada. Aquí, la palabra “ideología” tiene un sentido
peyorativo, casi auráticamente peligroso.
Las disputas territoriales no se reducen a la disputa por la tierra,
estos conflictos también se tratan de una lucha por los sistemas de
producción. Y puede parecer irrelevante, pero el sentido que construyen
los medios de comunicación y el valor que se le asigna a cierto modo de
estar y hacer invisibiliza la diferencia. Los campesinos paraguayos
fueron vaciados de su ser agricultor, y ahora no sólo necesitan tierra,
sino deben tener derecho a acceder a sistemas de producción, o quizás
recuperar sistemas que les sirvan.
En los límites que dibuja la soja transgénica de Monsanto, acopiada
por Cargill y ADM, hay que hacer memoria, y por lo menos nos queda la
capacidad de indignarnos cuando vemos los conflictos de larga data
traducidos a evento para el entretenimiento de los espectadores
sobreestimulados por el morbo. He aquí que los medios de comunicación
nos subestiman, y hablan de una supuesta ola de violencia en la
frontera, que nunca llega, y que nos asfixia en la espera: Los
megafónicos mapas del progreso que son la piel o la camisa de fuerza que
habitamos.
¿Podemos gritar más fuerte que los medios de comunicación y la
ingenuidad de quienes ignoran los cien años de subordinación de los
campesinos paraguayos y que solicitan, como reverbero de los medios, la
renuncia de Fernando Lugo, como si eso fuese a solucionar la cuestión?
Neutralizar, azuzar y vilipendiar, estigmatizar, neutralizar e
invisibilizar. ¿Para qué? ¿Para instalar en el centro de la escena los
modos de ser y producir legítimos? Cultivar la soja es la acción de
irrumpir y producir desplazamientos.
¿Cómo no sentir lástima por quienes han fallecido, tanto campesinos
como policías? Pero no hay que quedarse en la anécdota. Me pregunto:
¿Qué hacer cuando no se puede recuperar de manera legal tierras
adquiridas de manera ilegítima? Los paraguayos se han sorprendido a sí
mismos al manifestarse en el “after office revolucionario”, porque son
víctimas de los medios que insisten en representarlos como políticamente
apáticos; pero los campesinos e indígenas han hecho caso omiso de esta
representación clausurante, y siempre han insistido en ser reconocidos
como ciudadanos, manifestándose y reclamando visibilidad.
Claro que estamos dolidos. Pero aunque la violencia me cause
repulsión, no puedo evitar con-miserarme, ponerme del lado de la miseria
de aquél que ha sido burlado por tanto tiempo y que de pronto se hartó,
y ponerme del lado de la tristeza de quienes han perdido a un ser
querido que simplemente funcionaba para el Estado, y para otros poderes
que él mismo ignoraba.
El cielo es negro-carpa, y dormimos en la intemperie.