Un ataque incendiario, que causó la muerte de un matrimonio descendiente
de suizos, en la zona rural de La Araucanía en Chile, a su vez
familiares de un carabinero que mató por la espalda a un joven mapuche
hace tres años, provoca esta situación: una manifestación de la clase
alta y un mapuche detenido. Otra historia que demuestra las claras
intenciones del gobierno de Piñera para con la comunidad mapuche:
militarizar la zona y quedarse con sus tierras.
Era comienzos de enero y con mis amigos avanzábamos hacia Puerto Montt
por la carretera austral de Chile a encontrarnos con otros que estarían a
una hora señalada en el mercado de Angelmó. Poco antes de llegar a la
ciudad tuvimos que frenar por un corte de ruta. Eran nuestros primeros
días de vacaciones y la noticia nos parecía una tragedia: no podíamos
tener tanta mala suerte. En Chile la tolerancia a la manifestación
pública es por lo menos escasa: donde un colectivo social se moviliza,
los carabineros reprimen con lo que tienen. No entendíamos por qué esa
ruta, ese corte, se desarrollaba casi como si fuera en la Argentina.
Cuando después de una larga espera nos hicieron avanzar en fila india
por una vía de la autopista, vimos a los manifestantes: eran camionetas
cuatro por cuatro, camiones nuevísimos, autos importados. Era gente
rubia. Eran, claramente, lo que en Chile se llamó en años de Salvador
Allende, “momios”. Gente de una derecha neoliberal clásica, gente que
votó a Sebastián Piñera y seguiría votándolo.
Más tarde, en los faldeos del volcán Osorno, supimos de qué se trataba.
El día anterior, unos 300 kilómetros hacia el norte, en un campo de
Vilcún, zona rural de la región de La Araucanía, un atentado incendiario
había quemado una “casa patronal” con sus dueños adentro. Víctimas de
las llamas había muerto el matrimonio descendiente de colonos suizos
formado por Werner Luchsinger y su esposa Vivianne McKay: eran
familiares de otro Luchsinger, Jorge, en cuyo fundo hacía exactos tres
años un carabinero mató por la espalda a un joven mapuche, Matías
Catrileo, un crimen impune de una lista de víctimas del estado chileno.
Aquella muerte no había producido gran escándalo, pero estas otras de
pronto conmovían al país. Los atacantes habían sido encapuchados. Por la
noche cortaron los alambres de púa que rodean el campo y entraron
armados a la casa. La fiscalía que investiga el caso había pasado a los
medios la grabación de un llamado espeluznante: era Vivianne, de 72
años, que llamaba al número de emergencia de carabineros. Allí, la mujer
desesperada, sollozando, dice que su marido está herido, que le gritan
“weón, te vamos a matar” y que quieren quemarlo todo. El oficial que la
atiende parece tener problemas de comprensión; le pregunta tres veces
por su ubicación. Demora lo indecible. Al final se escuchan disparos. El
llamado se corta.
Vivianne también había alcanzado a llamar a su hijo Jorge Andrés, que
vive a unos dos kilómetros del fundo paterno, en otro campo de los cinco
que la familia Luchsinger posee en la zona. El hijo solo escuchó que su
madre pedía ayuda y que habían golpeado a su padre. Cada verano en
enero los Luchsinger toman cuidados especiales por las protestas que se
hacen en memoria de Matías Catrileo. Siempre remieron una venganza,
dicen. Pero Werner era de los que menos ocnflictos tenia con los
mapuches y por eso siempre se negó a pedir custodia policial, como en
otros fundos de la familia. Jorge Andrés lo sabía, y por eso corrió en
una camioneta, alertó a otros familiares y en siete minutos estaba en la
casa, que ya ardía. Los buscó; sacó un armario, un vehículo, pero sus
padres no contestaron. Tanto los llamó a los gritos que creyó que habían
escapado, que estaban en el monte. Cuando llegó la policía los buscó en
los alrededores. La casa iba convirtiéndose en cenizas. Fue tarde
cuando concluyó que estaban adentro. Al amanecer solo quedaba la
chimenea, y en el cuarto del segundo piso los restos calcinados de los
dos y el arma calibre 22 con la que se defendió Werner. Esa misma noche a
más de un kilómetro carabineros detuvo a un hombre. Según los policías
chilenos iba herido en la espalda, pero con un perdigonazo. Es hoy el
único detenido en la causa y es mapuche, no cualquier Mapuche, un machi
de la comunidad, un hombre con conocimientos para curar: se llama
Celestino Córdoba.
A Celestino ya le dictaron la preventiva: le aplican una ley de
Pinochet, la ley antiterrorista. Y a su detención y el incendio le
siguieron una serie de allanamientos feroces contra las comunidades, que
denuncian la militarización de la zona. En Chile la ley antiterrorista
de la dictadura es hace años de aplicación casi exclusiva a los
mapuches: unos 140 jóvenes han sido procesados en el marco de esa ley
que limita los controles de la justicia y permite violaciones a los
derechos humanos denunciadas en organismos internacionales sin
resultados. Las comunidades de la Araucanía ven en el caso Luchsinger un
complot, y así lo han denunciado. Frente a la casa de Celestino, su
familia y las autoridades de su comunidad, dijeron hace cinco días que
creen que fue la propia policía la que lo hirió.
Entre los mapuches presos hoy, hay dos hermanos del werken Jorge
Huenchullán, de la comunidad de Temucuicui. Enclavada en la zona en la
que hasta 1874 resistió el último de los grandes caciques que combatió
la embestida de los militares chilenos, Quilapán, es un grupo de
familias con linaje de guerreros. Jorge Huenchullán habla con pausa y
control totémico y repasa su historia detenido en los terribles años de
lo que el estado de Chile llamó la “pacificación de la araucanía”, el
eufemismo para ocultar los años del despojo de la nación mapuche. Jorge
nació en el 76, hijo de Juan Huenchullan Nancucheo y de Ana Cayul
Queipul. Su primer apellido significa hombre de joyas, u hombre de oro.
Su familia fue rica hasta hace 130 años, y amiga de la familia de
Quilapán. Entre sus nueve hermanos, entre sus muchos tíos, entre sus
abuelos, a los que escuchó contar el saqueo, la quema de las rucas
mapuches, el robo del ganado, la muerte de miles, está presente. Entre
los mapuches chilenos la guerra no cesó: cuando hablan de los muertos
contemporáneos –Matías Catrileo, por ejemplo-- no distinguen de los
muertos del siglo XIX. Quizás tenga que ver con una concepción del
tiempo distinta a la del criollo europeo que colonizó y mató: para los
mapuches el tiempo no es unidireccional, es birideccional, el futuro
puede estar atrás y el pasado adelante; y al revés.
En ese sentido el fuego parece un símbolo, o lo es. Lo cierto es que si
revisamos los libros serios sobre el tema, por ejemplo uno de los más
documentados que es la Historia del pueblo mapuche (1985), de
José Bengoa, podemos leer sobre cómo el fuego fue llevado por el
colonizador y el militar al sur del Bio Bio, porque de esa manera
acorralaban a las familias hacia los cerros y dejaban libre las tierras
para la ocupación. No solo se quemaban las casas sino los depósitos de
trigo. Para Bengoa, que revisó los diarios de la época y los partes de
guerra de Cornelio Saavedra, al mando del saqueo, fueron al menos dos
mil las rucas quemadas, y miles de miles las cabezas de ganado y de
caballos robadas. Jorge Huenchullán, y sus contemporáneos, no necesitan
ir a la bibliografía para saber lo que ha pasado: las familias de
Temucuicui como la suya, como los los Huentecul, los Namuncura, los
Ñancucheo, los Calhueque, los Coñomil, los Huaiquil, los Calfucoy
pelearon en esa guerra, y son sus abuelos los que en mapundungun les han
transmitido de qué forma se les negó la condición de Mapuche. “Fueron
obligados a ser chilenos al punto de que no se podían hacer las
ceremonias espirituales mapuches”, dice el werkén.
Huenchullán tenía 20 años en octubre de 1985 cuando se tomaron por
primera vez unas tierras en manos de una empresa forestal, Mininco. Los
desalojaron no la policía, como sucede ahora con los carabineros y sus
bombas lacrimógenas, sus perdigones y sus balas de pólvora, sino el
ejército, como había ocurrido con sus antepasados. A los dirigentes los
llevaron detenidos como prisioneros de guerra. Volvieron a movilizarse
en el 90. Y profundizaron entre el 96 y el 98. Eran 120 familias que
vivían en una reducción de 220 hectáreas, de las cuales el terreno
utilizable era poco. Apenas les alcanzaba para sembrar hortalizas. En el
2002 recuperaron dos mil hectáreas de tierra: hoy tienen 13 hectáres
por familia. El dato que marca la historia es enorme; antes de la
invasión los mapuches eran dueños de diez millones de hectáreas, de los
que les dejaron las peores 500 mil.
La muerte del matrimonio Luchsinger-Mackay tiene su revés. Para
Huenchullán y la Coordinadora Arauco Malleco, CAM, una organización
demonizada por el estado chileno que fue acusada por el fiscal de estar
tras el ataque, el gobierno de Sebastián Piñera apuntó a las comunidades
para “emprender una verdadera cacería en el pueblo mapuche”.
Huenchullán señala como hipótesis un autoatentado que le permita a las
empresas forestales y los grandes propietarios de tierras garantizarse
que la sociedad chilena desprecie la lucha mapuche y los jueces usen una
mano dura extrema a la hora de acusar y encerrar. “En otros casos en
los que se ha acusado a nuestros hermanos han quedado en libertad por
que las pruebas son inventadas. Lo que está claro es que existe un grupo
de paramilitares anti mapuches que han hecho estas cosas para inculpar a
las comunidades. Son los mismos que han amenazado de asesinar a los
dirigentes, pero la justicia no los investiga y no tiene ninguna
intención de someterlos”. El grupo se hace llamar Hernán Trizano. Ha
sido bautizado con el nombre de un gendarme que supo coordinar la
defensa de las forestales hace un siglo. Lo lidera, dice el werquén, un
hombre que revistó como miembro de Patria y Dignidad, el grupo fascista
que nació bajo la dictadura, y que se llama Jorge Temer.
La historia de los mapuches chilenos parece estar en el momento del
fuego, aunque este no sea el que quemó a los Luchsinger. Y no será un
hombre que se apellida Temer el que los frene. Jorge Huenchullán no es
solo un werquén, un comunicador de su comunidad. Como muchos otros es un weichafe. Los weichafes
son los guerreros que en estos tiempos vienen a suceder a luchadores
como Quilamán, el que supo ser íntimo del líder de las pampas,
Calfulcurá. “Weichafe –explica—es el joven mapuche que va a
salirle frente a la policía o que es el cuidador de la familia, de la
cultura, de la costumbre, el cuidado de su propia forma de vida. Ellos
son los que llevan la autodefensa de las comunidades. Los weichafes
siempre existieron, siempre ejercieron esa convicción de guerrero. Cada
niño sabe lo que le depara su cultura y tienen que asumir su condición
de mapuches y ejercer la condición de weichafes”. Eso es lo que aún debemos comprender.
Informe: Martín Ale y Federicho Schirmer.
Fuente: Télam
miércoles, 30 de enero de 2013
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