lunes, 22 de febrero de 2010

Una visión humanista sobre la reforma del sistema de pensiones.


por Javier Sampedro.

El Gobierno de España ha anunciado su intención de reformar las leyes para prorrogar la edad de jubilación desde los 65 a los 67 años, así como para endurecer las condiciones para la percepción de pensión e, incluso, disminuir su importe para ciertos colectivos. El autor analiza, desde un punto de vista humanista, este tema que tanta polémica ha levantado en el país.

Pressenza, Madrid. La reforma era algo tan previsible como la crisis inmobiliaria o la crisis financiera. Sólo faltaba ponerle fecha y que algún Gobierno asumiera el coste político. Zapatero ha hecho ambas cosas.
Es curioso como, en España, cada vez que hay elecciones, el PSOE nos amenaza con los males que recaerán sobre nuestras cabezas si gana la derecha, pero finalmente suelen ser ellos, estos neoliberales con piel de socialdemócratas, los que actúan de mamporreros del gran capital. Felipe González acumuló en su debe numerosos recortes en los derechos de los trabajadores, la cruel reconversión industrial, el alto porcentaje de contratación temporal y endurecimientos en las condiciones para la percepción de pensiones. El PSOE hizo el trabajo sucio que luego, el PP, sólo tuvo que consolidar. Zapatero, a pesar de sus proclamas sociales por toda Europa, se descuelga ahora con esta provocación.
El momento es propicio para el anuncio. Las crisis financiera e inmobiliaria y la subsiguiente recesión económica han evidenciado la invalidez del modelo productivo español. No es válido para crear empleo pleno, de calidad y productivo y, consecuentemente, no genera riqueza suficiente para que tanto trabajadores como pensionistas cuenten con unos ingresos dignos. Ahora bien, es profundamente injusto que éstos (los trabajadores y los pensionistas) paguen con aumentos de cotizaciones o reducciones de derechos la inoperancia de nuestros gobernantes pasados y actuales y el ilegítimo lucro de los únicos beneficiarios de estas crisis: los especuladores inmobiliarios y financieros.
En todo caso, las crisis sólo han sido disparadores y aceleradores de la reforma pues los argumentos de sus defensores resultan más fácilmente explicables con cuatro millones de desempleados que con una economía en aparente expansión. Llevan años repitiéndonos que el sistema de Seguridad Social no será capaz de pagar en el futuro las pensiones porque fue diseñado para tiempos en que había muchos trabajadores en activo y pocos jubilados. Nos dicen que había muchos jóvenes para contribuir (la generación de la explosión demográfica conocida como “baby boom”) y los pensionistas eran los pocos supervivientes de la Guerra Civil que, además, tenían la deferencia de morirse pronto y, así no abusar de la generosidad de la Seguridad Social. Supuestamente, en ese diseño, sucedía que, por término medio, por cada dos trabajadores que ingresaban dinero en la cuenta de la Seguridad Social había un jubilado que iba retirar su pensión de la misma cuenta. Parece que las proporciones han cambiado y que en el futuro cambiarán más; los pensionistas que van a pretender retirar dinero de la cuenta van a ser muchos más que antes, porque serán justamente aquellos chavales del “baby boom”, que están ya cambiándose de la fila de los que pagan a la fila de los que cobran y, a diferencia de sus cumplidos abuelos, son unos desvergonzados que pretenden seguir vivos y, en consecuencia, cobrando pensión, hasta los 80 ó 90 años.
A fuerza de repetirnos lo anterior hemos acabado por creernos que la reducción de nuestras pensiones y el retraso de la edad de jubilación es un hecho inevitable y que sólo cabe esperar que se retrase lo suficiente para que no nos afecte. Por si llega demasiado pronto, aquellos a los que nos sobran algunos euros a fin de año, los depositamos en los planes de pensiones, pequeñas huchas custodiadas por los bancos y etiquetadas con el nombre de cada uno de nosotros para que nuestra vejez con la miserable pensión que probablemente nos deje el sistema público, no sea tan penosa. El banquero elegido, amablemente, autorizará la apertura de nuestra hucha el día en que nos jubilemos.
En definitiva, además de habernos preparado para que no nos rebelemos contra el expolio de nuestros derechos, han dejado el terreno expedito para que los bancos exploten una rentable línea de negocio basada en el comprensible temor de muchas personas a una vejez con privaciones.
Sin embargo, todo el razonamiento tiene algunas trampas.
Aún, algunos de nuestros conciudadanos creen que la pensión percibida de la Seguridad Social es, de alguna manera, fruto del dinero cotizado en su vida laboral activa. Los distintos gobiernos han tratado de mantener esa ficción, pero, obviamente no es así: el dinero que cada trabajador o su empresa deposita en la caja de la Seguridad Social se gasta inmediatamente en pensiones. Si se afirmara que, a pesar de lo anterior, lo que finalmente se recibe como pensión es dependiente de lo aportado en la vida laboral activa, sólo se diría la mitad de la verdad.
Es cierto que, cuando se fija la pensión de jubilación, los tiempos y cantidades aportadas al sistema de Seguridad Social son tenidas en cuenta, pero no lo es menos que los criterios son cambiantes, de modo tal que la contribución no consolida derecho alguno a la percepción de pensión sino que dicho derecho, así como el importe de la pensión, es dependiente exclusivamente de la legislación vigente en el momento de la jubilación.
Los pagos a la Seguridad Social constituyen, a diferencia del IRPF o el Impuesto de Sociedades, un impuesto finalista. Es decir, la Seguridad Social tiene una contabilidad separada de la del resto de las cuentas del Estado. Las deducción de Seguridad Social que nos realizan en la nómina a los trabajadores (o el pago que realizan autónomos y empresas) está diferenciada del impuesto general (IRPF), se calcula con criterios diferentes, se deposita en cuenta separada y las pensiones sólo se pagan de esta cuenta. Como consecuencia de ello, si sobra dinero, como ha pasado en estos años atrás, se guarda en un bote para necesidades futuras y si las cantidades recaudadas por cotizaciones a la Seguridad Social son insuficientes para hacer los pagos, que es lo que parece que se anuncia, lo único afectado es el propio sistema de Seguridad Social.
Ningún otro servicio estatal está gestionado con impuestos finalistas. Es decir, no hay un impuesto especial con un sistema de cálculo diferenciado para pagar, por ejemplo, los gastos de alimentación de la familia real o la contribución de España a la OTAN, de modo tal que si, por cualquier circunstancia, los ingresos disminuyeran, fuera necesario legislar para sustituir en la cocina del Palacio de la Zarzuela la gamba blanca de Huelva por langostino de criadero o, cosa menos grotesca pero más interesante, retirar las tropas de Afganistán.
Para el resto de gastos, el Estado recauda a través del Impuesto sobre la Renta (IRPF), el Impuesto de Sociedades, el IVA y algún otro impuesto menor y, con todo lo recaudado, las Cortes deciden como se reparte cada año entre las distintas necesidades, priorizando según la importancia que, de acuerdo a los valores e ideología de los partidos mayoritarios, tenga cada partida presupuestaria.
La consecuencia de no tener integrada la Seguridad Social con el resto de cuentas del Estado es manifiesta. Si sobra dinero, éste no puede emplearse en atender o mejorar otras necesidades sociales básicas como educación, salud, vivienda, etc. Y, si como se prevé que sucederá en unos años más, falta dinero, tampoco puede resolverse el problema reduciendo otros gastos del Estado, sino que la solución hay que buscarla dentro del sistema de Seguridad Social, penalizando, si es necesario, a los trabajadores con más cotizaciones o a los pensionistas con menos derechos. Con el resto de gastos del Estado no sucede lo mismo. Cuando falta dinero, falta para todo y cuando sobra, sobra para todo, tomándose, mediante la política presupuestaria, las decisiones de incrementos o reducciones de impuestos y gastos que correspondan, pudiendo todas las partidas ser objeto de discusión. Debemos de denunciar el engaño al que se somete a la ciudadanía haciéndole creer que ciertas medidas son inevitables y que no queda más alternativa que la resignación y, si se puede, ahorrar algo por medio de planes de pensiones custodiados por entidades financieras. No serán, desde luego, los bancos los que denuncien la farsa. Más bien al contrario, los banqueros babean ante la magnífica golosina que representa esos depósitos inmovilizados durante decenas de años, con los que podrán libremente especular con avaricia e irresponsabilidad, hasta el punto de que si de la especulación resultan ganancias serán para el banco y si hay pérdidas lo serán para los ahorradores, ya que astutamente el banco habrá distribuido las inversiones propias y las de los fondos del modo más conveniente para sus intereses y, además, habrá separado en una sociedad anónima diferente la gestión del fondo para limitar sus responsabilidad en caso de pérdidas.

Corresponde ahora repensar el sistema desde una óptica radicalmente diferente.
Resulta obvio que, aunque se aspirara a ello, el Estado no está en condiciones de garantizar (como los bancos dicen hacer) que las contribuciones de cada trabajador quedan almacenadas en una hucha particular que luego se recupera en forma de pensión a su jubilación, puesto que el mismo dinero que serviría para llenar esas huchas es necesario ahora para pagar el gasto de pensiones actuales. Así pues, aunque es una opción que en modo alguno comparto, me ahorraré comentarla.
Una mirada humanista nos debería conducir a fundamentar de otro modo el derecho a la percepción de una pensión. Hasta ahora el derecho al cobro de una pensión y el monto de ésta se asociaba al hecho de haber contribuido en la vida laboral activa al sistema de seguridad social y a las cantidades aportadas. Dicha asociación de ideas es, a mi juicio, extremadamente insolidaria pues excluye del sistema, condenando a la pobreza, a quiénes no quisieron o no pudieron hacer esas contribuciones y prolonga, más allá de la vida laboral las diferencias retributivas, incurriendo en una práctica tan absurda y antisocial como otorgar un servicio público de más calidad al ciudadano que pudo pagar mejores impuestos. Es algo así como si las personas que pagan más impuestos tuvieran derecho preferente de acceso a los colegios públicos, a las viviendas de protección oficial o a ser colocados en las primeras posiciones en las listas de espera para ser intervenidos quirúrgicamente.
La asociación entre contribución a la Seguridad Social y derecho al cobro de pensión es, además de insolidaria, ilusoria. Es ilusoria porque, como hemos visto, el dinero cotizado se gasta en pagar pensiones tan pronto como se ingresa, por lo que ningún administrador público puede seriamente comprometerse respecto a los derechos que, pasados veinte o cuarenta años, otorgará haber cotizado.
Como humanista, creo que la pensión de jubilación deber ser concebida como el derecho universal a disponer de recursos económicos para subsistir dignamente sin necesidad de trabajar, cuando se alcanza cierta edad en la que resultaría injusto pedirle a esa persona que siga laboralmente activa o, cuando sin llegar a esa edad, se produce una circunstancia similar, bien por el largo número de años dedicados al trabajo, bien por la especial penosidad de las actividades desarrolladas en el período de actividad laboral.
De este plantemiento se deriva que el monto de la pensión no debe vincularse a conceptos como los años de cotización o las cantidades cotizadas, sino que más bien se trataría de contar con un importe único para todos los pensionistas sólo modificable en condiciones de excepcional necesidad. Obviamente dicha cantidad debería alcanzar para llevar una vida digna. Nada impide que aquellas personas en activo con capacidad suficiente de ahorro pudieran constituir planes individuales de pensiones que, llegado el momento, complementen los ingresos de su pensión de jubilación, pero sin que en ningún caso la pensión pública fuera tan baja que disponer de un plan individual de pensiones constituyera una necesidad. Desde luego que toda la regulación de los planes de pensiones debería ser reformada atribuyendo al Estado un papel muy diferente al actual para garantizar que en ningún caso los ahorradores sean víctimas de la rapacidad de la banca.
También de esa nueva mirada sobre la pensión de jubilación, surge la necesidad de modificar el sistema recaudatorio. Actualmente es, como decíamos más arriba, un sistema finalista. Además de ellos es la antítesis de la progresividad impositiva. A diferencia del IRPF en el que a mayores ingresos mayor porcentaje de impuestos a pagar, en la Seguridad Social el porcentaje es único y existe un tope superior absoluto: todos los trabajadores pagan un 4,7% con un tope máximo de 150 euros mensuales, sea cual sea el salario.
En cuanto a las empresas, estás abonan un porcentaje fijo del salario de cada trabajador, aunque sin superar nunca los 750 euros por trabajador y mes (para el caso de trabajadores que cobren 3.100 euros o más), con independencia de que la empresa sea muy rentable o esté generando pérdidas. Es decir, se trata de un sistema en el que contribuyen más las empresas que más trabajadores tienen y mejor pagan a los trabajadores de baja categoría, con independencia de los beneficios reales de esa empresa.
Y, desde luego, aquellos que sean ajenos al mundo del trabajo, porque sus ingresos procedan, por ejemplo, de rentas o herencias, en nada contribuyen a la financiación de las pensiones de jubilación.
Si la pensión de jubilación fuera un derecho universal debería financiarse con los impuestos generales y aplicando los mismos criterios de éstos; es decir, las contribuciones a la Seguridad Social deberían desaparecer, trasladando la recaudación equivalente a impuestos directos, que en términos absolutos se verían incrementados, de forma tal que contribuya más quien más tiene y desvinculando de modo efectivo toda expectativa de percepción de pensión de la situación económica de cada uno en su vida laboral activa.
Las medidas anteriores están relacionadas con lo que yo entiendo que sería una visión más humanista del problema porque atribuye derechos a cada ser humano en función de sus necesidades presentes y no en función de sus riquezas pasadas, porque pide que cada uno contribuya a la financiación de un servicio tan esencial como atender a nuestros jubilados según sus posibilidades reales.
Por supuesto que, desde esta óptica, la jubilación sería sólo un derecho, no una obligación. Esto es, aquellas personas que quisieran seguir en su vida laboral activa y no tengan una merma significativa de capacidades físicas o mentales que supongan un riesgo para ellas mismas o para terceros deberían poder continuar ilimitadamente en activo. Incluso sería positivo profundizar en medidas de flexibilización que permitan, a partir de cierta edad, compatibilizar el trabajo a tiempo parcial con la percepción, también parcial, de la pensión de jubilación.
Soy consciente de que para aquellos que, puntualmente y durante muchos años, han hecho sus contribuciones al sistema público de Seguridad Social, les resulte extraño, e incluso inaceptable, que alguien venga a proponer que los que no han contribuido al sistema o lo han hecho aportando cantidades pequeñas, alcancen un derecho equivalente al suyo. No tengo muchos argumentos respecto a estas objeciones. Se trata de una opción ideológica. Tiene que ver con la sociedad que queremos para nosotros y nuestros hijos. Yo prefiero vivir en un mundo en el que aquellos que, por edad, ya no les podemos pedir que sigan laboralmente activos dispongan de unos ingresos garantizados que les permitan vivir con desahogo, sin importar cuál fue su pasado. Otros entienden que sólo los que contribuyeron mientras estaban en activo deben tener ese derecho y, además, que la cuantía debe estar relacionado con el tiempo y la cantidad aportada. Convendría, no obstante, que los que así piensa recuerden que tampoco el sistema actual proporciona garantía seria alguna en el sentido de vincular cotizaciones y percepciones.
También soy consciente de que otro sistema recaudatorio perjudicará económicamente a los trabajadores con ingresos superiores a los 3.000 mensuales y favorecerá a los que están por debajo de esta cantidad. También será contrario a los intereses económicos de las empresas con grandes beneficios y poco empleo, pero ayudará a aquéllas que crean empleo y tienen un beneficio razonable. Desde luego, también serán perjudicados económicamente los que, por vivir de las rentas, nunca contribuyeron a financiar las pensiones. Es probable que algunos de los que tengan que pagar más impuestos con este nuevo modelo recaudatorio no verán con buenos ojos esta propuesta.
Por último, estarán los que la rechacen porque prefieren que este gasto social, cuyo importe es casi idéntico al que el Estado dedica a otras materias, esté suficientemente aislado, para, de esa manera, asegurar que los gastos que, de acuerdo a sus valores, priorizan, no se vean afectados en la eventualidad de que la partida para gastos de pensiones deba incrementarse. En otras palabras, rechazarán una propuesta en este sentido porque, por nada del mundo, querrán que para asegurar los pagos de las pensiones puedan ser cuestionados, por ejemplo, los gastos en armamento o en subvencionar a ciertas organizaciones vinculadas a confesiones religiosas.
En todo caso, nada podremos objetar a los que se opongan a esta propuesta desde una visión del mundo diferente a aquella que la suscita. Para dialogar, sería necesario, antes, llegar a acuerdos sobre el modelo de sociedad al que aspira cada uno de nosotros. Algunos lo tenemos meridianamente claro. Me temo que otros también.

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