por Javier Belda
Pressenza, Barcelona. “Se preveía histórica y así fue. Una marea humana como nunca se había
visto en Barcelona -se calcula que un río de 3 kilómetros de gente
ocupó todo el Passeig de Gràcia y la Via Laietana- colapsó este Onze de
Setembre las céntricas calles de la capital catalana con distintas
reclamaciones catalanistas, aunque con una mayoría aplastante favorable a
la independencia de Catalunya”, La Vanguardia. Fuera de Cataluña los
medios internacionales lo calificaron como “la marcha independentista
más grande de la historia catalana.” BBC, por ejemplo.
Hoy 12 de septiembre, en la vida cotidiana la gente tenía una chispa
de alegría y una actitud de complicidad con el otro, estaban contentos y
aprovechaban la mínima oportunidad para hacer notar su catalanismo. La
independencia suena a aire fresco, a dejar a atrás un viejo estado
monárquico decadente, corrupto, anquilosado. El proceso iniciado no
tiene precedentes en Europa. En el pasado, en tiempos de la dictadura
franquista el movimiento independentista iba asociado al marxismo y a
grupos armados como la organización Terra Lliure, que tras la transición
democrática se disolvió. Pero lo de hoy es nuevo, sin climas pesados.
El movimiento independentista lo promueve la Asamblea Nacional Catalana,
compuesta por entidades sociales muy diversas extendiéndose por todas
las clases sociales.
Convergencia i Unió (CIU), partido que ha gobernado Cataluña desde la
constitución de las comunidades autónomas y que tras un relevo con el
PSC, volvió a ser mayoritario en los últimos comicios, es de tradición
conservadora y pragmática. Este giro hacia el independentismo total, es
inédito en CIU; su papel siempre fue ambiguo en este sentido –amparado
en la burguesía catalana cristiana– sorteando las presiones de un
sentimiento nacionalista arraigado. Sin embargo ¿dónde ha ido a parar
ahora el famoso y socorrido “seny” (cordura) de esta clase social?
Para entenderlo tengamos presente lo que planteaba Silo en 1993 en Cartas a Mis Amigos:
“Por una parte, asistimos a un proceso de regionalización económica y
política; por otra, observamos la discordia creciente en el interior de
países que marchan hacia esa regionalización. Es como si el Estado
nacional, diseñado hace doscientos años, no aguantara ya los golpes que
le propinan por arriba las fuerzas multinacionales y por abajo las
fuerzas de la secesión. Cada vez más dependiente, cada vez más atado a
la economía regional y cada vez más comprometido en la guerra comercial
contra otras regiones, el Estado sufre una crisis sin precedentes en el
control de la situación.”
En Cataluña, la monarquía española siempre fue vista como un horrendo
recuerdo de la época franquista que tanto sufrimiento infligió a
Cataluña y a otros lugares donde se intentó –y a veces logró– barrer con
todo rastro de identidad histórica de los pueblos. Pero la monarquía no
es sólo recuerdo; de hecho no es el resultado de ningún sufragio, sino
una casta impuesta directamente por Franco, que tras su guerra golpista
abolió La República. Estos se han mantenido en el tiempo a pesar de los
retoques constitucionales y la democracia formal: en el poder bancario,
eclesiástico o militar, manteniendo su poder oculto que hace que hoy en
España gobierne un partido de tradición y linaje directamente
Franquista.
Para aproximarnos a un mundo humanista, el independentismo catalán
equilibrado y no violento es todo un ejemplo que puede resonar
profundamente en toda Europa. Los humanistas somos conscientes del
acierto organizativo de la descentralización. Si no queremos amos; ni
dirigentes ni jefes, ni nos sentimos representantes ni jefes de nadie.
Si no queremos un Estado centralizado, ni un Paraestado que lo
reemplace. Ni ejércitos policíacos, ni bandas armadas que los
sustituyan, la Independencia, es un paso más avanzado en la historia.
jueves, 13 de septiembre de 2012
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