por Pedro Brieger
Después de la matanza en una escuela en los Estados Unidos, cabe
preguntarse si no es hora ya de que la sociedad norteamericana se el
debate que hace años viene esquivando.
El debate alrededor del control de armas está centrado en dos ejes: las
armas de fuego, y quien las manipulan. Por un lado están los defensores
a ultranza de la portación de armas. Estos, que tienen mucho peso en la
sociedad, se oponen a cualquier tipo de control invocando la endiosada
segunda enmienda de la Constitución redactada en 1791 que establece el
derecho de tener y portar armas.
Algunos de ellos incluso proponen capacitar a los docentes para que aprendan a matar a los futuros agresores en los colegios (http://politicaloutcast.com/2012/12/the-solution-to-our-nations-gun-problem).
Y lo dicen en serio, ya que consideran que la única de manera de
enfrentar un arma es con otra arma. Por el otro lado, se encuentran los
que intentan limitar la compra libre de armas para evitar nuevas
masacres como la ocurrida en Connecticut, aunque muchos de ellos sean
rehenes de la famosa segunda enmienda, como le sucede al presidente
Barack Obama.
En la conferencia de prensa que dio explicando las órdenes impartidas
para buscar propuestas concretas dijo que “al igual que la mayoría de
los americanos yo creo en la segunda enmienda que garantiza el derecho a
los individuos de portar armas (…) Este país tiene una fuerte tradición
de propiedad de armas que se transmitió de generación en generación”.
Las palabras de Obama reflejan que en Estados Unidos existe un problema
mucho más profundo que excede el debate tal y como está planteado
ahora. La sociedad norteamericana se desarrolló expulsando a la
población nativa por la fuerza y las leyendas del lejano oeste ayudaron a
construir héroes inmortalizados en el cine. Las primeras palabras del
famoso himno de los marines exaltan las ocupaciones de Chapultepec y
Trípoli en el siglo diecinueve, y ni que hablar de las dos bombas
atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki o los aviones no
tripulados que matan civiles en diferentes partes del mundo. Existe una
adicción a la violencia que cualquiera puedo observar a diario en la
televisión y que engarza a la perfección con la maquinaria de guerra más
poderosa del planeta, aunque al momento de invadir países en la era de
la tecnología se presenten las guerras como simples videojuegos sin
cadáveres ni sangre.
La cultura de un país no se modifica de la noche a la mañana, y mucho
menos si esta cultura es imperial. El mismo día de la masacre un
editorialista del diario Connecticut Post se preguntaba hasta cuándo la
gente decente iba a seguir aceptando como un hecho inevitable de la vida
cotidiana la muerte a escala masiva producida por armas. Buena
pregunta.
Fuente: Télam
jueves, 20 de diciembre de 2012
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