por Francisco Javier Ruiz-Tagle
Hoy día todo el mundo se pregunta por qué James Holmes, un muchacho talentoso con acceso
a la mejor educación del mundo, ha sido capaz de hacer lo que hizo. Este artículo fue publicado
en un medio digital chileno a raíz del atentado en Noruega hace un año atrás y formula otra
aproximación posible entre las tantas que están circulando para explicar estos horribles hechos.
Pressenza, Oslo. Después del horror de Noruega, ha quedado brutalmente claro que las categorías de análisis
del materialismo (sea de izquierda o de derecha), tan utilizadas durante todo el siglo XX por la
politología y las ciencias sociales para dar cuenta de las motivaciones y conductas de los grandes
conjuntos humanos, ya no están siendo capaces de interpretar una realidad que, a la luz de los
hechos, parece ser muchísimo más compleja.
Porque las matanzas de Oslo y Utoya no se produjeron en un país asediado por la miseria ni
torturado por la desigualdad sino en un lugar que a los ojos del mundo era visto como cercano al
paraíso terrenal. Un altísimo ingreso per cápita, modelo de justicia social, baja tasa de inmigración,
homogeneidad étnica y cultural, daba la impresión de que allí se cumplían todos los parámetros
objetivos para asegurar un bienestar imperecedero. Hasta el día aciago en que uno de sus
miembros decidió que esa sociedad perfecta debía ser castigada.
Se trata de una anomalía, dirán los especialistas, siempre tan renuentes a revisar los modelos
de interpretación por los que se rigen, tal como lo señalara Thomas Kuhn en su obra Estructura
de las revoluciones científicas (1962). Pues bien, veamos: está la “anomalía” de Columbine en
Estados Unidos, por mencionar solo la más conocida (y habría que agregar ahora la matanza de
Colorado), la de Winneden en Alemania, la del metro de Maipú en Santiago de Chile, los atentados
terroristas indiscriminados en distintas partes del mundo y un largo etcétera. Están los elevados
índices de drogadicción, alcoholismo y alteraciones siquiátricas en los países más desarrollados del
planeta, cuya muestra visible en estos días es la muerte por sobredosis de la cantante inglesa Amy
Winehouse, a los 27 años.
La pregunta que surge entonces es acerca de cuántas anomalías más serán necesarias para
terminar de convencernos que las variables materiales no explican sino un aspecto más bien
pequeño del comportamiento humano. Hay zonas de oscuridad muy profundas que no estamos
logrando penetrar con los limitados instrumentos de medición que hemos podido desarrollar
hasta hoy, los cuales alcanzan para rasguñar la superficie de estos fenómenos y no mucho
más. Aunque, para ser exactos, estas metodologías presuntuosamente científicas ni siquiera
funcionaron a la hora de interpretar hechos supuestamente objetivos, como es el caso de la crisis
económica, que tomó por sorpresa hasta a los más connotados especialistas.
En rigor, nos enfrentamos a un misterio que no seremos capaces de resolver a menos que
reformulemos el paradigma con el que lo estamos abordando. Es sabido que solo podemos
percibir aquello que nos permite el marco interpretativo utilizado, tal como debe haberle sucedido
a aquel personaje imaginario que afirmaba dogmáticamente la imposibilidad de que un objeto
más pesado que el aire pudiera volar, mientras las aves de distintas formas, tamaños y contexturas
se deslizaban alegremente por el cielo, justo frente a su nariz.
Los hechos comentados nos están indicando que es necesario incorporar nuevas categorías
de análisis para estudiar la vida colectiva, a riesgo de no entender nada si no lo hacemos. Por
ejemplo, ya no correspondería hablar de “lo social” a secas: es necesario ampliar el instrumental
descriptivo e interpretativo hacia lo psicosocial. De hecho, el humanismo siempre ha discutido la
óptica positivista para aprehender el fenómeno humano, porque considera la variable subjetiva
tanto o más importante que los factores objetivos que configuran esa realidad particular.
Una mirada “desde adentro” nos permite establecer algunos distingos que pueden ampliar la
comprensión del suceso analizado, el mismo que visto “desde afuera” aparece como anomalía.
El dolor afecta al aspecto más básico del ser humano que es su cuerpo, cuando sus necesidades
no son satisfechas plenamente. A estas alturas del proceso histórico, este problema ya está
prácticamente resuelto puesto que están dadas todas las condiciones materiales y técnicas
para que así sea. Si la injusticia social aún subsiste en muchos lugares del mundo se debe,
fundamentalmente, a la insaciable codicia de los poderosos más que a carencias estrictamente
objetivas.
En cambio el sufrimiento es mental, no físico y por ello mucho más difícil de abordar pues su
alivio depende de algo por completo intangible: la posibilidad cierta de dotar de sentido a la
propia existencia. Lo sepamos o no, la búsqueda de un propósito mayor que justifique la vida es
un empeño sostenido y apremiante para todos, aun cuando esto no aparezca como dato en las
encuestas, entre otras razones porque el enfoque metodológico que utilizan dichos instrumentos
también proviene de la concepción materialista imperante. Si se bloquean esas búsquedas o
se las reduce a los aspectos más primarios de la supervivencia, el ser humano se precipita en la
desesperación y el absurdo. La urgencia por escapar de ese abismo lo dispone a convocar sus
delirios más atroces.
Sin duda que el logro del bienestar material es una aspiración del todo legítima, pero corresponde
al paso inicial en el proyecto de una sociedad cualquiera. Sin embargo, esta civilización mercantil
globalizada ha cometido el error de ubicarla como su objetivo último y exclusivo, como si no
hiciera falta nada más. Ahora vivimos en un mundo saturado de objetos, pero experimentamos día
a día el vacío y la desolación que se esconde detrás de aquella insaciable obsesión acumulativa.
Después de lo sucedido, está a la vista que las consecuencias sociales derivadas de este particular
estado de cosas pueden llegar a ser terribles y devastadoras, porque suele irrumpir allí una
irracionalidad feroz que vulnera gravemente las confianzas en nosotros y entre nosotros.
De manera que si hemos creído que el afán por acceder al paraíso del éxito material bastaba como
único estímulo vital, las aterradoras lecciones de Noruega y Colorado han venido a demostrar
que estábamos profundamente equivocados. ¿Seremos capaces de escuchar estas demoledoras
advertencias? Solo el tiempo lo dirá.
lunes, 30 de julio de 2012
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