jueves, 1 de septiembre de 2011
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES.
por Francisco Javier Ruiz-Tagle
No vamos a repetir lo que ya se sabe: que los políticos están desprestigiados; que el Estado ya no salva a nadie; que los gobiernos legislan a favor del gran capital y reparten migajas entre los pueblos que producen esa riqueza. Todo esto ya empieza a formar parte del pasado, por gracioso que parezca aún ver a las antiguas dirigencias en estado de perplejidad.
Pressenza, Santiago de Chile. El gran tema de hoy (y esperamos que también el de mañana) son los movimientos sociales. Por cierto, no es primera vez que este fenómeno se manifiesta en la historia. Incluso puede existir cierto consenso de que, en general, su ciclo de vida tiende a ser más bien corto, ya sea porque después de un período de movilización se entra a negociar un paquete de demandas específicas con el poder establecido (lo que ya ha comenzado a suceder en Chile), o bien porque se desgastan y se desarticulan.
Sin embargo, la situación actual es muy distinta a las de aquellos otros momentos, básicamente por la profunda e irreversible ruptura que se ha producido entre la institucionalidad y la base social. Ya está claro que esperar más de las dirigencias es un completo despropósito y tal vez haya llegado la hora de que los pueblos fracasen en sus tradicionales expectativas paternalistas y pasen a convertirse en genuinos protagonistas de su propia historia, obligando al poder a abrir la puerta hacia los cambios. Pero, ¿serán suficientes estas nuevas condiciones para rescatar a los movimientos sociales de su brevedad e impulsarlos hacia una nueva dimensión revolucionaria? Es posible, siempre y cuando se cumplan, al menos, tres requisitos.
En primer lugar, esos conglomerados necesitan contar con un ideario común, en torno al cual puedan aglutinarse y confluir las distintas sensibilidades y miradas que bullen en su interior. No se trata de un programa, eso viene mucho después, sino que de una cierta cosmovisión a partir de la cual se irán estableciendo los pilares fundamentales de la sociedad que se aspira a construir. Ese horizonte común, que va más allá de las demandas reivindicatorias puntuales, ese mundo querido, se constituirá en una imagen-guía capaz de sostener la lucha durante todo el tiempo que sea necesario y hará posible aquello que al interior del humanismo hemos definido como convergencia de la diversidad.
El segundo requisito se refiere a la factibilidad real de efectuar cambios estructurales desde el llano. Aunque el movimiento llegara a constituirse en un auténtico “poder ciudadano”, siempre será necesario legitimar mayoritariamente las nuevas directrices y eso solo puede conseguirse a través de un proceso democrático, en el marco de la legalidad existente. Si bien la aversión a todo lo “político” es una tónica transversal entre sus miembros, la voluntad de llevar los cambios hasta el corazón del poder establecido los obliga a contar con una herramienta política y bien sabemos de las dificultades que ese paso presenta al interior del actual sistema. Pero lo más importante es tener muy claro que el modelo de partido que se utilice no puede ya estar concebido como “vanguardia organizada”, porque la experiencia histórica nos enseña que dicha fórmula siempre tendió a instrumentalizar a los grandes conjuntos movilizados (“las masas”) en beneficio de una élite. Hoy el partido debe ser la expresión institucional del movimiento y su directiva no tendrá otra función que la de una vocería de la voluntad del conjunto, de modo que habrá que generar los instrumentos necesarios para controlar aquellas tendencias mecánicas. El Partido Humanista, por ejemplo, ha sido concebido desde su fundación en base a los parámetros descritos.
El tercer punto (y tal vez el más importante) se refiere a las formas de lucha. Sin duda que la urgencia por efectuar los profundos cambios que nuestra sociedad necesita, puede conducir al movimiento a validar cualquier forma de lucha que parezca efectiva para lograr tal propósito. Esto no es así y hoy podemos decir con total propiedad que la violencia es contrarrevolucionaria.
Hay razones éticas, si queremos diferenciarnos radicalmente de los opresores de siempre, puesto que una conducta no violenta implica un cambio interno de gran magnitud. Y también hay razones operativas, ya que la acción violenta siempre genera una reacción proporcional entre los afectados, con lo cual esos aparentes logros inmediatos tienden a esfumarse en el mediano plazo. Es necesario aprender y practicar nuevas formas de lucha no violentas y de ello existen en la historia algunos modelos ejemplares que pueden ser imitados por los luchadores de hoy.
Estamos entrando en la fase final de la crisis de un sistema y necesitaremos de la máxima lucidez para operar con eficacia en medio del caos que se avecina. El estudio de las respuestas del pasado solo nos sirve para saber qué es lo que no se debe hacer, pero no nos entrega pautas claras y precisas para afrontar la actual coyuntura porque, aun cuando existan algunas similitudes con aquellas circunstancias históricas, en el fondo se trata de una situación completamente nueva y distinta. Sabemos muy bien que no es fácil moverse en ese vacío y también cuan rápidamente éste vuelve llenarse con aquellas soluciones que están más “a la mano”. Pero tal vez el gran desafío de este momento consista justamente en aprender a ir mucho más allá de lo que antes se fue, sin aminorar la marcha del proceso.
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