domingo, 8 de abril de 2012

"VIEJO, SOLO Y PUTO", UNA OBRA QUE INTERPELA LA TRANSFORMACIÓN DEL CUERPO, LA VIOLENCIA Y EL DESEO.


“Viejo, solo y puto”, obra dirigida por Sergio Boris acoge, en una atestada farmacia del conurbano bonaerense, turno noche, a cinco personajes unidos en sus frustraciones, sus deseos, erotismo y violencia.

Buenos Aires, Argentina. La farmacia es el escenario impuesto, atiborrado de estanterías que brindan a los personajes la posibilidad de atravesar los espacios recortados, laberínticos en los que les posibilita esconderse, o, cubrirse, diluirse de la realidad en la que sus cuerpos y sus propias realidades los encarcelan. Lo dicho y lo no dicho es una constante en estos 60 minutos de desborde emocional, en el que todo se violenta.
Amén de la idea inicial sobre la perversión, la verdadera tragedia ocurre en el interior de cada uno de los personajes -con un excelente trabajo actoral- la obra es tan sólo un fragmento de una hora en tiempo real de los sucesos que tiene lugar en esta farmacia, no sólo comienza in medias res, sino que termina en la mitad de la noche.
Atravesar el espacio, de adelante hacia atrás, de un costado a otro, evitando chocarse con los estantes, escondiéndose de los otros y de sí mismos, o quedarse expuestos al frente, a la luz, sobre la camilla en la que las jeringas son insertadas en los cuerpos, constituye, de manera espacial, el trabajo planteado en la obra.
Así como la palabra, el discurso, frágil, melancólico, herido, lleno de jerga farmacológica funciona, a la vez, como espejo del cuerpo. Un cuerpo que desea y se entrega con violencia, en el caso de algunos personajes; en el cuerpo que teme aunque se sienta atraído, en el caso del farmacéutico; en el cuerpo que desea pero se impone limitaciones que convierte en juego de seducción, en el caso del hermano; y en los cuerpos sometidos a la transformación, que también se castigan, en sus propias depresiones, tomando cualquier píldora que encuentren a su alcance.
En esa violentación, los cuerpos de las travestis son el campo de trabajo, tanto por ellas como por los tres hombres que restan, una violentación en la que las mujeres piden inyectarse hormonas y los hombres se presentan en el acto perverso de “velar por su salud”, inventar nuevas combinaciones de fármacos y hormonas, en las que las diletantes argumentaciones se pierden en el fondo de la farmacia, y la preocupación por recuperar el dinero inyectado.
Ese delicado e imposible equilibrio en que el cuerpo, el erotismo y el deseo se torna en una constante erupción de violencia, insostenible, trágica, pero tampoco final, hace de esta historia un bucle sórdido y perverso.
Los personajes se presentan dados por hecho, pero en el trabajo actoral puede leerse la historia de cada uno de ellos, la profunda frustración, del farmacéutico que tras trece años de estudio pudo, finalmente recibirse y hacer sentir orgulloso al padre, pero que comienza a enfrentar su divorcio. “Hay diferencia o no hay diferencia”, dice su hermano al probarse el uniforme del recién recibido, atravesado por sus propias limitaciones. Finalmente, el amigo, el vendedor de medicamentos, mucho más entrenado por el oficio y la calle, gran suministrador de fármacos, un personaje del trueque, de la oportunidad, tiene una relación con una de las chicas y está al borde de ser el amante, novio y regenteador.
Durante una hora, los personajes intentan celebrar de manera forzada y hostil al amigo recibido. Éste usa la farmacia heredada del padre como un hogar precario, tras el inicio de su divorcio. Todos esperan la hora de rematar la noche yendo al boliche de la localidad, promete ser divertida y coronar con una fiesta de espuma que nunca sucede y se traduce en golpes, sangre y deseo.
Sin embargo, salen a la luz las miserias de cada uno, de los hombres que, de alguna manera, se sienten amenazados por no haber culminado sus estudios, o sentirse menos frente al nuevo farmacéutico recibido, y las travestis que esperan su dosis de hormonas para continuar con su transformación.
Son personajes derrotados, todos empero, de alguna forma, las travestis tienen un deseo que trasciende el entorno, ya que son sus cuerpos el mismo entorno, el foco de miradas masculinas, de manos, caricias, golpes y penetraciones. Sus cuerpos son las marcas distintivas de su frustración, pero, a la vez, de su castigo, y vanidad, como a la vez, su fuente de trabajo.
La violentación del cuerpo, la transformación a la que se exponen también se traduce en sus formas vinculantes. Pasan de las actitudes esquizoides de “sacar el macho de adentro”, como le piden a la hora de recibir la inyección de hormonas, así como a la hora de una discusión que siempre se vuelve en contienda, sin evitar las previas lágrimas que pertenecen al orden de lo femenino. Pese a eso, existe algo realizable y a la vez, una sentencia de muerte.
Viejo, Solo y Puto; dirigida por Sergio Boris; actores, Patricio Aramburu, Marcelo Ferrari, Darío Guersenzvaig, Federico Liss y David Rubistein. Espacio Callejón (Humahuaca 3759; 4862-1167).
Fuente: Télam.

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