lunes, 12 de septiembre de 2011

EL ENCANTO DE LA GRUTA DE LOS SUEÑOS PERDIDOS.


por Mariano Quiroga

Werner Herzog nos permite descubrir uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia humana. La cueva de Chauvet-Pont d’Arc contenía en sus entrañas cientos de esqueletos de animales prehistóricos, que permiten develar la constitución de la fauna europea hace 35 mil años. En 1994 Jean-Marie Chauvet, Eliette Brunel-Deschamps y Christian Hikkaire dieron con ella.

Pressenza, París. Lo que convierte este descubrimiento en algo maravilloso son las pinturas rupestres encontradas en su interior, que datan también de 32 mil años, por lo menos. Estas obras pictóricas constituyen un tesoro para la humanidad, preservado a cal y canto por el gobierno francés. Se tiene previsto la apertura de una réplica de la gruta para el 2014.
Las condiciones de la cueva no permiten visitas ya que podrían deteriorar las obras aquí encontradas y que son estudiadas por un equipo de expertos que cuidan hasta los últimos detalles de su trabajo y la protección del espacio.
El director alemán obtuvo una autorización única y probablemente irrepetible de acceder a la cueva con un equipo de rodaje. En la cual tuvo que moverse sobre los rieles metálicos instalados para preservar el suelo, trabajar con una iluminación mínima y nunca por más de una hora diaria, siempre acompañado de los científicos y cuidadores del espacio durante las 4 semanas de filmación.
Desde el punto de vista técnico, la película es impecable e implacable. El creador de Fitzcarraldo o Aguirre, la cólera de Dios, pone toda su habilidad para aprovechar los claroscuros, los contrastes de la roca, que transforman los dibujos en creaciones tridimensionales. Para que este efecto visual de nuestros antepasados no se perdiese en la visión bidimensional, la película está grabada en 3D. Lo que produce un efecto de entrada en ese santuario prehistórico.
La delicadeza de los científicos, el deleite de asistir a un silencio milenario en el interior de la gruta, el choque producido por la belleza de las pinturas, el cuidadoso ritmo elegido por el narrador alemán y la emocionante música, compuesta especialmente por Ernst Reijseger, hacen de esta película una obra mayor del séptimo arte.
Sin embargo, lo espectacular e instructivo, se ve reducido cuando posamos una mirada más metafísica, más atenta a la verdadera concepción de ese espacio, evidentemente un lugar donde se efectuaban ritos y se desplegaba la inspiración artística y sagrada del homo sapiens, en la época en la que aún convivía con el Neanderthalis.
Aunque no hay rastros de que habitasen en la cueva. El hombre iba allí a cumplir sus rituales para luego ceder ese sitio a los animales que ellos pintaban: fundamentalmente osos de las cavernas, pero también leones, mamuts, hienas de las cavernas, rinocerontes, diversos ciervos, caballos, bisontes e incluso pájaros.
El aspecto sobrecogedor del entorno, al que sólo se puede entrar traspasando un arco horadado en la piedra es fascinante y es una incitación al acceso a otros espacios y otros tiempos.
Los científicos, que hablan con una familiaridad encantadora, relatan la transformación vivida tras la entrada a la cueva. Comentan la obsesionante belleza, el cautivador aroma, el sobrecogedor silencio de los 8000 metros cuadrados que ocupa la caverna.
Nos remiten a los principios de permeabilidad y de fluidez que permitieron al homo sapiens convertirse en un verdadero homo espiritualis, capaz de comprender e integrarse con su entorno, con los animales, las plantas, con la vida toda. Esta película sirve como constatación de que el ser humano, desde siempre, ha buscado esa comunión, esa conexión universal con todo lo que lo rodea.
En esta época de gran compartimentación, Werner Herzog nos permite acercarnos a un mundo de complementariedades, de miradas profundas, de firmes respetos y de apasionantes búsquedas. Las de los científicos, pero también la suya propia y, en realidad, la de ese ser humano que dejó constancia de sus sueños en estas paredes de roca hace más de 30 mil años.

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