por Ollantay Itzamná
“No a la reforma constitucional, sí a
una Asamblea Nacional Constituyente Popular”. “No a las empresas
mineras, sí a la defensa de la Madre Tierra”. “No a la represión miliar,
sí a los derechos humanos y a la organización”. “Fuera Energuate.
Nacionalización de la energía eléctrica”. Eran algunas de las consignas
con las que decenas de miles de campesinos e indígenas, organizados en
el Comité de Desarrollo Campesino (CODECA) y en la Coordinadora Nacional
de Organizaciones Campesinas (CNOC), volvieron a irrumpir en las
bulliciosas calles de la ciudad de Guatemala, el martes 20 de noviembre
del presente año.
Jóvenes, niños/as, ancianos/as, hombre y
mujeres, indígenas y mestizos, citadinos y campesinos, provenientes de
casi todo el territorio nacional, desde las 6:00 am, se fueron
congregando simultáneamente en tres puntos estratégicos de la ciudad.
Todos ellos salieron de sus casas en la noche anterior, recorrieron
varias horas a pie, luego en buses financiados por ellos mismos. Aquí no
había cooperación externa, ni para la movilización, ni para la comida.
Era impresionante la rapidez con la que
las diferentes delegaciones, portando pancartas de sus propias
elaboraciones, conformaban aquella marea humana policromática frente al
Hospital Roosevelt (en la zona 11 de la ciudad, uno de los tres puntos
de partida)
Luego de más de una hora de recorrido,
estas multitudes, que avanzaban por tres rutas diferentes, se fueron
uniendo hasta convertirse en una gigantesca serpiente humana que
zigzagueó directo al cerebro político de Guatemala, el Congreso Nacional
y la Casa Presidencial.
En abril pasado, muchos de ellos/as,
inundaron las inmediaciones de la Casa Presidencial y el Congreso,
exigiendo la nacionalización de la energía eléctrica, la aprobación de
la Ley de Desarrollo Rural Integral, el cese de las persecuciones y
desalojo de comunidades campesinas, la reversión de las concesiones
mineras y las cuencas hídricas, entre otras.
Aquella vez, luego de haber fijado una
hoja de ruta para el diálogo, con la Vicepresidenta de la República, los
campesinos e indígenas se fueron anunciando que volverían por más, y
con más vecinos, de no cumplirse los acuerdos. Así fue. El gobierno de
“Mano Dura” de Otto Pérez, no sólo los distrajo, en este tiempo, con
“reunioncitas”, sino que los reprimió y los masacró (caso de
Totonicapán). Por eso, ahora, volvieron un promedio de 30 mil
indignados/as, pero ya no sólo exigiendo demandas sectoriales, sino la
convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente para reorganizar el
Estado y la sociedad de Guatemala.
¿Qué es lo que enfada a campesinos e indígenas?
En Guatemla más vale ser palma africana
que campesino o indígena. Los campesinos e indígenas, quienes en su gran
mayoría sobreviven sin Estado y sin nación, en la Guatemala profunda,
están cansados del sistemático despojo permanente de sus derechos y
bienes por parte del Estado, terratenientes y empresas multinacionales.
En Guatemala los caballos y la palma africana tienen más derechos, y más
porciones de tierra, que campesinos e indígenas.
En este sentido, para muchos campesinos
“mejor hubiese sido haber nacido como palma africana”. Casi el 60% de
las tierras de cultivo del país se encuentran bajo el poder soberano de
las empresas de monocultivos (sobre todo de caña de azúcar y palma
africana)
Deudores perpetuos. El campesino e
indígena no tiene ingreso mensual, pero tiene que mensualmente pagar por
consumo de energía eléctrica entre 400 a 800 quetzales (entre 50 a 100
dólares) a la empresa privada. De esta manera, el Estado, con la
privatización del servicio de energía eléctrica, convirtió a su
población en un eterno deudor.
Una madre de familia, en huelga de
energía eléctrica, lamenta: “Para pagar la luz tenemos que dejar de
comprar frijoles y maíz para nuestros hijos”. O sea, el sistema
neoliberal es tan criminal y diabólico en Guatemala que luego de diezmar
a la población, continúa succionando la sangre a los cadáveres. Esta
realidad de deudores perpetuos no es sólo una realidad de indígenas y
campesinos, sino de toda la población que no forma parte de la élite
política y económicamente privilegiada del país.
El único indio bueno es el indio muerto.
Para el Estado oligárquico, y para sus leyes etnofágicas, el indígena
es un ser no humano. En el mejor de los casos se asume al indígena como
complemento de la tierra que usurpa el hacendado o los latifundios
transnacionales. Por eso el despojo y la sobre explotación del indígena
está social y políticamente permitido, porque como no es un ser humano,
entonces, tampoco puede tener derechos, mucho menos propiedades.
Para explicar y legitimar esta
sistemática anulación del originario, inventaron la categoría
sociopolítica de “indio” (vago, ignorante, supersticioso, desconfiado,
bruto, sucio…) Por tanto, cuando un “indio” se insubordina exigiendo sus
derechos, el Estado y los patrones no dudan en clavarles plomos. ¡Es
antinatural que un “indio” exija derechos, muchos menos dignidad! Un
“indio” para ser bueno tiene que ser servil o estar muerto.
Desmantelamiento del país en nombre de
los pobres. Todos los intentos de “independencia” (siglo XIX), progreso y
desarrollo neoliberal (siglo XX) y neo latifundismo (siglo XXI) se
hicieron y se hacen en nombre de los pobres. Pero, estos modelos, lejos
de beneficiar a los empobrecidos del país, sólo han acelerado y ampliado
el perpetuo Viernes Santo para las grandes mayorías del país.
Antes, por lo menos tenía tierras para
cultivar maíz y frijoles, agua para beber, bosques y playas de dónde
alimentarse. Ahora, las cañeras, huleras, mineras, narco palmeras,
ganaderas y las áreas protegidas los están expulsando hacia el vacío
existencial. Mientras tanto, todas las instituciones públicas y los
gobiernos de turno no sólo se constituyeron en verdugos insensibles del
pueblo, sino que son eficientes tramitadores (corruptos) para entregar
los bienes y recursos del país a las multinacionales.
¿Por qué la demanda de una Asamblea Constituyente?
El historiador guatemalteco, Severo
Martínez Peláez, en su clásico libro “La Patria del Criollo”, explica
que la razón ontológica del fracaso del Estado criollo de la República
de Guatemala es la de haber excluido sistemáticamente a la población
indígena. Y es verdad. Dicha exclusión, legalizada e institucionalizada
en casi dos siglos de República, con el recrudecimiento del sistema
neoliberal, se ha ampliado, carcomiendo incluso a la pequeña clase
media, y diluyendo la poca institucionalidad del aparato estatal.
En un país con un Estado debilitado y
una sociedad fragmentada, la ley del que tiene pistola o metralleta se
impone, y el Estado de Derecho se convierte en una excepción para
privilegiados. ¿Cuánto tiempo puede subsistir un país en estas
condiciones de incertidumbre? No mucho tiempo. Por eso en Guatemala la
Asamblea Constituyente participativa es un imperativo categórico de
subsistencia social, y no tanto un asunto de opción ideológica. Y, al
igual que en Bolivia y Ecuador, son indígenas y campesinos quienes,
ahora, aquí, inician esta demanda estructural.
Además, para nadie es secreto que países
empobrecidos y saqueados como Bolivia, Ecuador y Venezuela, que hasta
hace algunos años atrás eran el banquete del neoliberalismo (permitido
por estados criollos), ahora, con sus respectivos procesos
constituyentes, se han convertido en una referencia mundial, no sólo
para la profundización de la democracia participativa, sino para la
resolución de históricas deudas sociales internas. Y esta verdad, por
más cercos mediáticos que los latifundios mediáticos impongan sobre
Guatemala, ya no se puede esconder. En este sentido, la demanda de la
Asamblea Constituyente en Guatemala, está siendo abonada por la
sistemática exclusión y represión estatal (que despierta mayor rebeldía
social) y por los promisorios vientos del Sur constituyente.
Fuente: Pressenza
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