viernes, 28 de octubre de 2011

LAS CASTAS.


por Francisco Javier Ruiz-Tagle

Hoy existe suficiente evidencia empírica para afirmar que el capitalismo es un pésimo sistema para distribuir la riqueza. Lo extraño es que los pueblos hayan tardado tanto en darse cuenta, hecho que seguramente se debe a una intensa y sostenida campaña de propaganda y desinformación por parte de las minorías económicas, interesadas en mantener viva la ilusión.

Pressenza, Santiago de Chile. Pero resulta aún más difícil de entender el que alguien se sorprenda o se escandalice por la desigualdad resultante, cuando es sabido que ese factor forma parte de las premisas fundamentales de dicha corriente. El mismísimo von Hayek, filósofo del neoliberalismo, defiende la inequidad y cree que el Estado no tiene que hacer nada para remediarla. Al contrario, para el paradigma neoliberal es el motor (o quizás, la bencina…) del progreso económico, el cual resultaría imposible sin ella. Dentro del “espíritu animal” ensalzado por el capitalismo, son esas diferencias las que van configurando las aspiraciones de la gente y la disponen a competir, la mayoría de las veces salvajemente, para alcanzarlas. Todo esto fue explícitamente formulado –y luego aplicado sin asco- en su momento, de manera que no debiera constituir ninguna novedad.
Aunque pudiésemos coincidir en que no está mal un cierto espíritu deportivo como incentivo, convertir a la sociedad en su conjunto en un ecosistema salvaje, en el que todos luchan contra todos por la supervivencia, es simplemente aberrante. Concebir al mercado como una “fuerza natural” que funciona de manera autónoma y no necesita regulación alguna (la famosa “mano invisible”), forma parte de la característica argumentación torcida y colmada de mala fe de los seguidores de dicha corriente. Pues bien, ahora nos hemos enterado dolorosamente hasta adónde nos podía llevar esta ideología que pretendía no serlo: a la constitución de un macropoder global en manos de una banda de especuladores inescrupulosos. Bonito panorama nos espera. La libertad, esgrimida tantas veces como justificación para montar este tinglado, es hoy más escasa que nunca en el mundo.
Si las utopías totalitarias del siglo XX terminaron sucumbiendo arrastradas por su monstruosa pesadez, la actual anti-utopía se descompone inexorablemente en el desorden provocado por su estúpido pragmatismo cortoplacista. El exceso de planificación y de ingeniería social de aquellos proyectos a escala monumental terminó por afectar gravemente la libertad individual, pero su pretendida ausencia desembocó en un dirigismo encubierto aún peor, con las graves secuelas de injusticia social que hoy constatamos. “La virtud es el punto medio entre dos vicios opuestos: el vicio del exceso y el vicio del defecto”, decía Aristóteles y el humanismo formula una versión dinámica del mismo principio: “cuando fuerzas algo hacia un fin, produces lo contrario”. ¿Seremos capaces de encontrar ese centro de equilibrio o seguiremos penduleando de extremo en extremo?
Una de las consecuencias más nefastas de este experimento social fallido es la conformación de una sociedad de castas, donde la educación básica y media tienen una incidencia crucial. Como en Chile el modelo ha sido aplicado con una ortodoxia extrema, sus efectos pueden percibirse con mayor nitidez. El punto es que para mercantilizar por completo la educación y convertirla en un negocio apetitoso para los inversionistas, fue necesario eliminar al Estado como proveedor de oferta educativa. En ese momento, se rompió una larga tradición histórica vinculada a la creación de liceos fiscales y se pasó a subsidiar la demanda a través del famoso sistema de “vouchers”, generando paralelamente condiciones adversas que forzaran la privatización de los colegios públicos existentes.
Pero como el mercado se mueve en base a incentivos y el bono estatal por educando es único, los sostenedores de los colegios han tendido a priorizar la captación de alumnos con un capital cultural mayor y, por lo tanto, más baratos de educar. Este fenómeno acentuó la segmentación social, generándose una educación para ricos, otra para la clase media y una para pobres. Si bien se argumenta que este es un problema de forma del sistema y no de fondo, puesto que bastaría con aumentar el subsidio a los alumnos con un capital cultural más bajo para subsanarlo, el que no se haya previsto este efecto nocivo tan obvio es un indicador de que la segregación por castas era algo buscado y tremendamente funcional al orden vigente (tal como lo ilustra Huxley en su novela Un mundo feliz). También está la cuestión de fiscalizar el uso correcto de esos recursos públicos por parte de los sostenedores. Ya se han visto casos en los que se falsean las matrículas o derechamente no se invierten esos fondos en mejorar la oferta educativa.
Lo que sucede en realidad es que el problema está mal planteado porque los sesgos ideológicos de un lado y de otro producen ceguera. La pregunta de fondo debiera ser cómo asegurar de mejor manera la igualdad de oportunidades y una vez fijada esa prioridad, elegir entonces el sistema que sea capaz de alcanzar el máximo rendimiento. Una sociedad que valora la movilidad social se preocupará de establecer condiciones rigurosas de igualdad de oportunidades, situación de la que se encuentra muy lejos la sociedad chilena, donde se han tendido a perpetuar los guetos y las segmentaciones estancas. A la luz de los hechos, parece casi imposible controlar la endémica tendencia del lucro hacia la desmesura, de modo que -por ahora- solo el Estado está en condiciones asegurar ese suelo común que puede otorgar una educación básica y media igualitaria y de buena calidad. Pero paralelamente se debieran ir explorando otras posibilidades, como aquella que abre promisoriamente la plataforma digital.

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